Suspiros de España
- 1. Un éxito en puertas. Hará un par de semanas les hablaba de una sala que ha encontrado al fin su línea gracias a Pep Salvatella, su entusiasta promotor, y a Roger Peña, su nuevo director de programación: el Teatreneu de Gràcia. Hoy toca hablar del Tantarantana, el nuevo Tantarantana de la calle de las Flors, junto al Paral.lel, que ya lleva, como el que no quiere la cosa, seis años en su nueva ubicación. Seis años que han servido para que sus gestores afinen la programación y, sobre todo, consigan éxitos con producciones propias, quizá la tarea más difícil para una sala alternativa, acostumbrada -a la fuerza ahorcan- a trabajar con bajos presupuestos. Dos de esos éxitos, indudables, han llevado la firma de Carme Portaceli: Mein kampf, de George Tabori, en 1999, y Por menjar-se ànima, de Fassbinder, el año pasado. O mucho me equivoco, o la tercera producción de Tantarantana que está llamada a cosechar un éxito rotundo es el nuevo montaje de ¡Ay, Carmela!, el clásico de José Sanchis Sinisterra, estrenado la semana pasada con dirección de Antonio Simón Rodríguez (un habitual de la casa), en su trabajo más redondo hasta la fecha, y dos superlativas interpretaciones de Pilar Martínez y Pep Molina.
'Ay, Carmela', el clásico de José Sanchis Sinisterra, ha vuelto a Barcelona, al Tantarantana
- 2. Hormigas en un teatro vacío. ¡Ay, Carmela! se presentó en el teatro Principal de Zaragoza en 1987, protagonizada por Verónica Forqué y José Luis Gómez, que firmaba el montaje; lo vimos aquí al año siguiente, en el Festival de Teatro de Granollers. La función estuvo de gira durante tres años, que se dice pronto, con Kiti Manver sustituyendo a la Forqué, y llegó luego a la Villarroel, en 1989, con una nueva pareja: Manuel Galiana y Natalia Dicenta, también estupendos. Entretanto, Saura la llevaba al cine, con guión suyo y de Azcona, y el cartel encabezado por Carmen Maura y Andrés Pajares; otra pareja de aúpa, pero en una versión que eliminaba por completo los elementos oníricos de la trama. En 1991, ¡Ay, Carmela! se estrenó en alemán, en el Berliner Ensemble, y desde entonces no ha parado de representarse en escenarios europeos y latinoamericanos -el último montaje, si no recuerdo mal, fue el pasado junio en el Riverside Studio de Londres, dirigido por Ferran Audí- cosechando llenazos, risas y aplausos emocionados. De todas las versiones españolas, la que acaba de estrenarse en Tantarantana es la que prefiero.
¡Ay, Carmela! transcurre en plena guerra civil española. Como Zampanó y Gelsomina, Carmela y Paulino ('Variedades a lo fino') componen un humildísimo tándem de cómicos de la legua. Ella es andaluza y quería ser tonadillera, pero en escena apenas resulta un calco voluntarioso de Estrellita Castro, alternando Suspiros de España con patéticos números de magia china y maquetismo. Paulino es madrileñísimo, casi una criatura de Arniches. Iba para tenor lírico, aunque su número más aplaudido acabó siendo el de pedómano. Paulino es altanero, charlatán y cobarde; es decir, un hombre normal. Carmela no tiene demasiadas luces, y lo compensa con un corazón descomunal, una viveza y una dignidad atávicas; es decir, alguien muy poco normal. Perdidos en la niebla, han cruzado sin darse cuenta las líneas republicanas para comprar morcillas en Belchite, un Belchite que acaba de ser 'liberado' por el ejército 'nacional', es decir, por 'italianos, moros y alemanes'. Apresados por un italiano con veleidades teatrales, el teniente Amelio Giovanni de Ripamonte (invisible pero omnipresente en la función), se ven obligados a montar una improvisada 'Velada Artística, Patriótica y Recreativa', a la que asiste el mismísimo general Franco y, como 'última gracia', un grupo de prisioneros de las Brigadas Internacionales que serán fusilados al amanecer. Aterrorizado por la sombra del paredón, Paulino insiste ante Carmela en culminar su penoso rosario de números con una burla de la República disfrazada de 'diálogo arrevistado', una iniquidad revanchista que será la definitiva humillación para los condenados. En plena apoteosis de la bajeza, la loca Carmela estalla, alza la tricolor y arranca a cantar, con ellos, el himno que lleva su nombre.
Paulino no la sobrevivirá. Muerto en vida, convertido en conserje a cambio de una camisa azul, sabremos que no saldrá jamás del teatro Goya de Belchite. Un teatro en el que pasan cosas muy extrañas: las luces se encienden de repente, en la gramola no deja de sonar la canción maldita, y el suelo se llena de hormigas, hormigas lorquianas que brotan para impedir el sueño y avivar la memoria. Y Carmela vuelve de entre los muertos. Cuando comienza la función, Carmela es un fantasma de permiso, a la espera de su destino; habitante de una tierra gastada ('mucho secano') donde 'ni siquiera los membrillos saben a nada'. Paulino, loco de vinazo y de culpa, arrastra escoba y botella y camisa nueva, condenado a seguir viéndola, a repetir una y otra vez la función infamante, para no olvidar. No olvidar: esa es la consigna de Sanchis en este sainete trágico y conmovedor, que tiene como tema el coraje último, el que asoma en circunstancias extremas.
Así, ¡Ay, Carmela! no es propiamente una comedia sobre la guerra, sino más bien sobre la vida en tiempo de guerra, cuando la sacudida hace brotar la verdad de todos y de cada uno. Quizá sin la guerra, Paulino no hubiera llegado a ver cumplida su cobardía; quizá Carmela no hubiese llegado a cantar con los brigadistas, uniendo su humillación a la de ellos por encima de idiomas y banderas. A mí me gusta ¡Ay, Carmela! por muchos motivos. Porque Sanchis no ha podido ni querido olvidar ese insistente desfile de hormigas en un teatro vacío, porque la comedia enlaza (por su intención, por la gracia negra y españolísima de sus diálogos, por su mezcla de complejidad formal y voluntad popular) con el mejor teatro de la injustamente olvidada 'generación del medio siglo' (el Rodríguez Méndez del Pingajo y la Fandanga, el José Antonio Castro de Historia de unos cuantos, el Sastre de La taberna fantástica, el Gil Novales de Guadaña al resucitado) y porque -como en Ñaque, o de piojos y actores, del propio Sanchis, su más claro precedente- rebosa amor a los cómicos, a los humildes; corazón y rabia por los cuatro costados.
- 3. Cuando sobra corazón. Antonio Simón Rodríguez ha dirigido, como decía al principio, varias producciones para el Tantarantana; las más exitosas fueron Amor de don Perlimplín, de Lorca, en el 97, y La senyoreta Júlia, de Strindberg (1998). Su trabajo como director siempre ha oscilado un poco, para mi gusto, entre la frialdad y/o el subrayado innecesario, pero a su ¡Ay, Carmela! no le pondría ni una pega: una labor de extrema humildad, enteramente al servicio de la comedia, y coordinando un equipo artístico de primera fila, desde la espectral banda sonora, que nos llega como si atravesara la niebla de Belchite, del gran José Antonio Gutiérrez, hasta la sobria y justísima escenografía del imprescindible Jon Berrondo.
Paulino es Pep Molina, un actor que se ha agigantado con los años. Ya brillaba hace 10 años (L'home, la bèstia i la virtut, el Pirandello de John Strasberg) y en las últimas temporadas ha hecho maravillas a las órdenes de Mario Gas (Guys & Dolls, Top Dogs), pero a mí me dejó boquiabierto con un trabajo televisivo: el guerrillero checo de Andorra, de Lluís Maria Güell, la mejor producción de TV-3 en mucho tiempo. No creo que se pueda hacer mejor el personaje de Paulino. Si en Andorra acabé aplaudiendo como un idiota delante del televisor, sólo diré que en ¡Ay, Carmela! me pareció estar viendo un cruce entre un joven Valentín Tornos y el Antonio Vico (¡de pie, señores!) de Mi tío Jacinto: si Pep Molina hubiera nacido antes, Berlanga le habría puesto un piso en todas sus películas.
No conocía, en cambio, a Pilar Martínez, y por tanto mi sorpresa ha sido mayúscula. No la vi, y ahora lo lamento, en otra producción de Tantarantana (Las bizarrías de Belisa, también dirigida por Antonio Simón) ni en la que, por lo visto, fue su revelación catalana, Una hora de felicitat, de Manel Veiga, dirigida por Frederic Roda. Esta actriz valenciana es un portento, un festival de registros. Da perfectísimamente el tipo de Carmela, canta y actúa con la entonación de la época, coloca las réplicas formidablemente, sabe ser ingenua sin caer en el ternurismo, y hace brotar la emoción en mitad de la farsa con una verdad que te clava en la butaca. La narración de sus vagabundeos por la 'tierra de secano', la evocación de sus familiares muertos y el estallido final, envuelta en la bandera republicana, son enormes momentos de teatro.
Vi la comedia en una noche de especial emoción; una previa dedicada a los ex-combatientes de ambos bandos, casi todos de las quintas del biberón, aunque era imposible distinguir rojos de fascistas: la edad iguala mucho. Al acabar, y aunque ¡Ay, Carmela! es, indudablemente, una obra de izquierdas, Pep Molina dedicó la representación 'a todos aquellos que en nuestra guerra lucharon por un ideal, fuera el que fuese'. Si quieren ver un clásico moderno de nuestro teatro y dos interpretaciones magistrales, corran al Tantarantana.
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