Cementerio de animales
Mi vida es un intenso prepararme para lo peor, y para lo extraño. Pero las circunstancias siempre logran sorprenderme. Estaba yo el otro día aprendiendo cómo usar un desfibrilador y cómo escapar de un caimán (The worst-case scenario survival handbook, San Francisco 1999), dos de los capítulos del librito que me ha regalado por Navidad mi cuñado Rogelio, que me conoce bien, cuando apareció demudada la señora Antonia, que limpia en casa. Sin pronunciar una palabra me condujo a la terraza y me mostró el cadáver de Lord Cardigan, la cobaya. Nunca le había tenido mucho afecto, así que me limité a poner expresión compungida. Pero Antonia me hizo observar, mientras su tristeza se teñía de indignación, las circunstancias del fallecimiento del roedor. Según ella, era evidente que lo había matado el gato del vecino. Señaló laceraciones y mordiscos bajo el rubio pelo de la cobaya y trazó una -he de reconocer- más que verosímil reconstrucción de lo acaecido, digna de un forense de P. D. James. Presté mucha atención para no parecer descortés, preocupado en mi fuero interno por adónde nos iba a llevar todo eso. 'Ve, el animalito se defendió como pudo de la fiera, sus uñitas han arañado, aquí y allí, la toba. Una muerte espantosa, pobre criatura'. Sí y seguramente murió pensando en las niñas, apunté. En fin, así es la vida, una jungla. Me di la vuelta. Y entonces Antonia carraspeó. 'El cuerpo'. ¿El qué? 'Habrá que hacer algo con él'. Le sugerí que lo tirara a la basura, pero ella se escandalizó. Si prácticamente era de la familia, adujo. Soy un hombre sensible y entendí que debía hacerme cargo del cadáver, sobre todo porque Antonia comenzaba a hablar de venganza con un tono preocupante, más aún dado que me involucraba a mí en sus planes para liquidar al gato hostil. Yo he llegado a un cierto estado de equilibrio con el felino: mientras no se meta conmigo, no me importa que cobre alguna presa en la terraza de vez en cuando. Pero Antonia sugería ya envenenarlo lentamente con cebos rellenos de arsénico, así que ocuparme del entierro quizá la apaciguaría. Tomé de sus manos de Erinia el cuerpecillo peludo y me dirigí a la puerta, dispuesto a arrojarlo en el primer contenedor y hacerme un vermut a su salud en el bar de la esquina. Pero Antonia me entregó una cuchara grande y me indicó que lo mejor era cavarle una buena tumba en el vecino parque Güell. Le dije que por qué no un entierro vikingo, pero no me gustó lo que vi en su mirada. Salí, pues, portando respetuosamente mi carga, envuelta precariamente en una vieja pernera de esquijama que había dispuesto al efecto, entre suspiros, Antonia. Dados sus contactos en el barrio, tipo MI6, no me quedaba más remedio ahora que cumplir las instrucciones. Así que me dirigí al parque zambulléndome en la corriente de turistas que a esa hora llevaban la misma dirección. Tuve que evitar a los muchos perros que se interesaban por mi bulto, pero finalmente les despisté y me metí por un sendero. Llegué a un paraje discreto arropado por arbustos y cavé un hoyo con la cuchara, nervioso por que no me descubriera alguien y me acusara de delito contra la salud pública. Deposité el cuerpo y lo cubrí de tierra. Sobresalía la mitad, así que tuve que volver a cavar, más hondo. Por fin acabé el trabajo. Entonces tuve la absurda sensación de que no me podía ir de ahí así sin más y que debía decir algunas palabras. Lo único que me vino a la cabeza fue el discuro de Neal El tomahawk sometido al espíritu de la elocuencia. Fue una ceremonia intensa.
La muerte de una mascota es siempre dura, pero determinadas circunstancias la hacen peor, incluso atroz
Apenas habían pasado los días suficientes para recuperarme de la emoción cuando caí en la cuenta de que hacía tiempo que no veía a la otra mascota de sangre caliente, Chip, el hámster, cuya pericia para escapar de la jaula e instalarse en su segunda vivienda detrás de la lavadora superaba a la de los más indómitos especialistas en fugas de Colditz. Retiré los dos tomos del Hitler de Kershaw con los que había asegurado la portezuela de la jaula y rebusqué entre la paja. Ahí estaba. Le di un papirotazo, pero no se movió. Lo levanté por una pata y luego por los bigotes. Muerto y bien muerto. Pensé en practicar con él la traqueotomía (The worst-case scenario survival handbook, página 88), pero me dio reparo. Así que ni corto ni perezoso -somos animales de costumbres- me lo llevé al parque Güell. Con el hámster me había sentido muy unido existencialmente así que me esmeré en el parlamento fúnebre y esta vez elegí la oración de Gettysburg de Lincoln, que me emociona mucho. Enjugué una lágrima y di por despedido el duelo. Satisfecho de mí mismo por la forma en que había resuelto la crisis, me fui a La Rambla a comprar otro hámster para sustituir al finado sin que se dieran cuenta las niñas, igual que había hecho con la cobaya. Departiendo con la simpática chica de la pajarería escogí un hámster enano chino -no se parecía en nada a Chip, pero ya me encargaría de contarles a mis hijas que había evolucionado, como Pikachu-, y entonces le expliqué las circunstancias de la muerte del anterior. Se puso muy seria de repente: '¿Qué ha hecho con el animal?'. ¿Qué he hecho?, pues toma, enterrarlo. '¡Cielos! ¿Y dice que estaba frío?'. Un presentimiento espantoso nubló mi espíritu. ¡Jesús, no me irá a decir que mi hámster era cataléptico! 'No, sólo que seguramente se había puesto a hibernar'. Salí corriendo mientras me venían a la cabeza atropelladamente fragmentos de El entierro prematuro, de Poe. Pobre Chip, debí ponerle una campanita al alcance de la mano. Llegué hecho trizas al camposanto de mascotas y comencé a arañar la tierra como un poseso. Ahí estaba. 'Venga Chip, que era una broma', le animé. Lo toqué: tieso y helado. Eso debía haberme tranquilizado, pero reparé entonces en el infinito horror que reflejaba su mirada vidriosa.
Los límites que separan la vida de la muerte son vagos e indefinidos. Me digo que mi culpa es relativa y que es lógico que uno no asocie la jaula del hámster con la casa Usher. Lo hablo mucho con Valdemar, el sustituto de Chip. Él me mira muy atentamente, clavados en mí los preocupados ojos negros. 'No volverá a suceder', le susurro. 'La próxima vez me aseguraré de que estés bien muerto'. No sé si me entiende, pero la verdad es que no lo veo nunca dormido.
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