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2001: ¿El fin de la utopía?

Parodiando aquel famoso ripio, podríamos decir que el año 2001 ha venido y nadie sabe cómo ha sido. Y eso que muchos esperaban con anhelo la llegada de este 2001 que, en el imaginario colectivo, personificaba el futuro por antonomasia. Pero no un futuro cualquiera: un futuro utópico, hecho de asepsia, de progreso tecnológico, de ausencia de conflicto. Un mundo feliz.

De repente, ahora que ya hemos llegado, todo nos parece desesperanzadoramente igual a ayer. O, si lo quieren, tan difícil y prometedor como antaño. El periódico de la mañana nos trae las mismas malas noticias. Las televisiones emiten un parecido reflejo de una misma realidad: una sociedad cambiante, aunque esencialmente idéntica a la de anteayer, en la que subsisten los mismos temores al futuro, la misma desconfianza hacia el presente, la misma añoranza del pasado.

El fin de siglo no ha dado lugar a una literatura utópica. Los diarios siguen trayendo las mismas noticias y el euro no comenzará a circular hasta el año que viene. Tal vez sea un buen momento para leer a Tomás Moro

La celebración apresurada, hace un año, del cambio de siglo y de milenio parece que ha quitado emoción y, sin duda, protagonismo a la llegada de 2001. Y como el euro no entrará en circulación hasta el año 2002, parece que nos hemos quedado sin nada que conmemorar: como mucho, se oye glosar en los medios de comunicación aquella película que nunca logré comprender de un mitificado cineasta ya fallecido.

Esta anodina arribada del año 2001 quizá sea, pues, un signo del fin de la utopía que caracteriza a nuestras sociedades del consenso: un signo más del triunfo del realismo para algunos, acaso de la derrota de la esperanza para otros.

Si Dios ha muerto, Nietzsche también y uno mismo, como dijo Woody Allen, no se encuentra muy bien, ¿deberemos concluir que hemos llegado a 'la muerte de la utopía'? Aunque ya en 1967 Herbert Marcuse escribió un libro con este mismo título, quizá sea demasiado pronto para oficiar sus funerales.

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La utopía, como tal, nació con el mundo moderno, con el Renacimiento. A pesar de que las sociedades ideales son tan antiguas como la literatura, la utopía tiene una fecha y un lugar de nacimiento precisos: en 1516, cuando Tomás Moro, un humanista y alto funcionario inglés, publicó la primera edición de Sobre la mejor forma de Estado, y sobre la Nueva Isla de Utopía. El libro de Moro dibujaba una sociedad justa e igualitaria situada en las tierras recién descubiertas del Nuevo Mundo, que él conocía a través de los libros de viajes de Amerigo Vespucci. Una sociedad que oponía a la Inglaterra de su tiempo, donde los pobres y los soldados se veían obligados a mendigar y a robar por la codicia de los poderosos.

El libro de Moro bebía de una antigua tradición de ciudades ideales, que se remontaba al Antiguo Testamento y a Platón, pero, a diferencia de las anteriores, su estado ideal no era una creación de la Divina Providencia, sino obra de un humano, Utopus. A partir de entonces, las utopías fueron descritas usualmente como creaciones de los hombres, no de Dios o de los dioses: habían pasado a ser el producto de un poder humano prometeico.

En efecto, el Renacimiento había colocado al hombre en el centro del Universo, y el hombre

descubría su poder transformador sobre la naturaleza, como reflejan las obras de los escritores utópicos Tommaso Campanella y Francis Bacon, de principios del siglo XVII, quienes inspiraron la fundación de comunidades utópicas en el Nuevo Mundo, desde los puritanos de Boston a los jesuitas en el Paraguay. Pero la utopía conoció su auge en los dos siglos que transcurren entre 1789 y 1989. El hombre se dispuso a cambiar el mundo, aunque para ello tuviera que negar el pasado: las revoluciones introdujeron nuevos calendarios, cambiaron la faz de las ciudades, buscaron construir nuevas Jerusalenes. La realidad se encargó de demostrar hasta qué punto eran engañosos, y peligrosos, los planes aparentemente sencillos de las sociedades ideales. La utopía higienista de los nazis derivó en exterminio, y la utopía comunista dio lugar al gulag.

En 1945 un nuevo mundo empezaba a nacer. Y tras la caída del muro de Berlín, incluso se llegó a proclamar no ya el fin de la utopía, sino de la propia historia, como si la historia tuviera fin. En cualquier caso, nuestro fin de siglo ha sido poco propicio para la literatura milenarista y utópica. Quizá Marcuse tenía razón y el sueño utópico murió en Berkeley en 1968, aunque algunos lo han visto renacer hace poco en las calles de Seattle y de Praga.

Cuando ya no quedan nuevos mundos por descubrir ni tierras lejanas donde fundar falansterios, quizá sea el momento de releer a Tomás Moro, aunque sólo sea para volver a descubrir, en el espejo de su sociedad comunista ideal, los males que todavía atenazan a nuestra sociedad. A Moro, un rey le hizo cortar la cabeza. Aunque ése no fue el motivo, no está de más recordar que, en su Utopía, Moro preconizaba una jornada laboral de seis horas. Qué lejos estamos todavía de Utopía.

Josep M. Muñoz es historiador.

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