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La mirada de una oveja

Gustavo Martín Garzo

En una de las crónicas de la conquista de América hay un expresivo relato sobre el efecto que la visión de las llamas y alpacas produjeron en la expedición de españoles junto a las costas de Perú. Pizarro y sus compañeros habían recorrido miles de kilómetros cuando avistaron en el mar algo parecido a una casa flotante. Se trataba de una gran barca donde los incas se desplazaban con sus mejores galas, cargando todo tipo de productos y animales. Entre ellos, llamas y alpacas, que los españoles no habían visto nunca, y que enseguida les sorprendieron, pues les recordaban ovejas, sólo que desprovistas de su mansedumbre. Ovejas que caminaran erguidas, en una actitud de orgullo y desafío que no parecía propia de un animal doméstico.

Todas las tierras generan una abundante literatura encaminada a definir aquello que les constituye, desde un punto de vista geográfico o antropológico, y con ella, numerosos tópicos o lugares comunes que, una vez establecidos, no será fácil combatir. Así, y tal como recientemente nos ha recordado el inefable Arzalluz, los vascos serían hombres de acción, amigos de las armas y de las hazañas bélicas; los castellanos, distantes y un poco autistas; los gallegos, desconfiados; los catalanes, unos materialistas, y los andaluces, algo insustanciales. Pero estos tópicos están lejos de responder a la verdad de las gentes que pueblan todos esos lugares. Por ejemplo, raras veces se menciona la niebla cuando se habla de Castilla. Sin embargo, Valladolid es una ciudad con abundantes nieblas invernales, y en mis recuerdos la niebla ocupa un lugar relevante. La imagen del páramo, de la llanura inmensa, apenas alterada por pequeños y pelados tesos, sí forma parte, sin embargo, de esa imagen manida de lo castellano. Un paisaje que, no sin razón, ha sido comparado con el del mar. Recuerdo los viajes por esos lugares, casi siempre acompañando a mi padre, que iba con frecuencia al pueblo desde Valladolid para atender la labranza y su granja avícola. Pero la tierra que veían mis ojos desde la ventanilla del coche era una tierra cubierta de los verdes campos de los cereales, con pequeñas laderas salpicadas de chopos, olmos, encinas y carrascales, plagadas en primavera de las hermosas y dulces flores de la jara y de la retama. Una tierra donde podían hallarse todos los insectos del mundo, los zapateros y los caballitos del diablo junto a las charcas, los feroces mosquitos en las alfalfas y en las tierras de regadío, las pertinaces moscas junto al ganado y en el interior de las casas; pero en la que también abundaban las caballerías y los otros animales domésticos, gallinas, ovejas, cerdos y vacas; y, por encima de todo, los perros y los burros, que siempre fueron mis preferidos.

Y es curioso, pero esa tierra nada tiene que ver en mi memoria con la austeridad. Nuestros amigos del pueblo eran divertidos, ocurrentes y audaces, capaces de los mayores atrevimientos; y recuerdo a las chicas de allí, siempre agitándose como palomas, riéndose hasta cuando fregaban las escaleras, lo que solían hacer a gatas, dejando frente a ellas un rastro de húmeda luz. Nuria Amat, en su último y precioso libro, recuerda a una de estas chicas fregando cansinamente el suelo, y compara su figura con la de un caracol. Mi recuerdo va unido a la velocidad, casi al júbilo. Caracoles con los cuernecitos levantados, dejando aquel rastro transparente de babas sobre el que daban ganas de poner los labios. También recuerdo las carreras en bicicleta, los baños llenos de gritos en el canal, las persecuciones por los patios y la presencia constante de animales imprevisibles y no menos veloces que nosotros: los vencejos, los ratones, los peces escurridizos, las ranas, los conejos y las abubillas, que eran aves de hermosos y coloreados plumajes que parecían haberse desviado de su ruta y estar preguntándose por lo que hacían en aquellos campos pelados, lejos de las selvas y de los aullidos de los monos. Un mundo de velocidad, de rápidos destellos, al que sucedía la quietud de las siestas, del tiempo que se inmovilizaba en las lentas tardes de verano, donde hasta el vuelo de una mosca tenía el sonido de los helicópteros y de los pequeños motores de explosión.

Y sobre todo, la conversación, el don inagotable de la palabra. Es curioso, pero jamás recuerdo a Castilla como un lugar de silencio, sino un lugar locuaz, animoso, hecho de conversaciones inagotables. Las de nuestros amigos, las de las chicas de servicio, las de los adultos que, en compañía de mi padre, íbamos a visitar mientras trabajaban. El guarnicionero, el carpintero, el herrero y tantos otros, entre los que destacaban los gitanos. En ese tiempo había muchos en el pueblo y se dedicaban básicamente a comerciar con ganado. Eran hábiles vendedores y su locuacidad no conocía fin. Tampoco su poder de seducción. Mi padre lo sabía y, aun así, se prestaba a sus tratos. Eran capaces de venderle cualquier cosa, porque no podía resistirse a aquel lujo de su invención verbal, a aquella capacidad para sorprender, para encontrar argumentos disparatados, salidas brillantes, casi siempre inciertas, que, sin embargo, arrojaban sobre aquella tierra un manto de invención y de alegre fantasía, más verdadera que muchas de las otras supuestas verdades con que luego se la definía.

No creo que el escritor invente nada. Escribir es asomarse a un lugar preexistente, y dejar constancia de lo que se halla en él. La imaginación es la facultad que nos permite dar con los resortes que abrirán sus accesos. Creo haber visitado a lo largo de mi vida varios de esos lugares esenciales. El lugar donde se abrazan los amantes, el lugar donde duermen los niños, aquel otro desde el que nos miran los animales, ese dulce y terrible donde un ser querido nos tiende su mano antes de morir... Todos están vinculados a Castilla. Sé, sin embargo, que sólo podría definir estas tierras diciendo que fue en ellas donde adquirí la tímida, y a menudo dolorosa, costumbre de visitar tales lugares de la alteridad. Nada nuevo, sin duda, que no creo necesario hacer explícito. Para los incas, las llamas estaban lejos de ser animales exóticos. Vivían a su lado y se confundían con nuestras pacientes ovejas, eso era todo. Claro, que es entonces cuando empieza el verdadero problema, un problema ante el que las preguntas por lo vasco, lo catalán o lo castellano, por ejemplo, no son sino tediosos y, a menudo, sombríos juegos de mesa. Porque, ¿sabemos acaso lo que oculta la mirada de una oveja?

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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