Fabricación del enemigo
Tonterías, cosas raras, bobadas, estupideces, impertinencias: los calificativos tantas veces utilizados para definir la retórica del máximo líder del nacionalismo vasco suelen reducir su significado a mera extravagancia de un individuo que no está en sus cabales. Los contenidos de esa retórica se achacan a la edad del personaje, a la pérdida de capacidad para realizar análisis, a su intemperancia; o se trivializan con un cariñoso 'cosas de Arzalluz'. La conclusión es siempre la misma: mejor no echarle cuenta, ignorarlo.
Probablemente; pero con eso se pasa por alto lo fundamental: que en política la palabra es siempre un inicio de la acción o, por decirlo con la imagen de Ortega, un acto de escorzo. Es posible que todo lo que diga el máximo dirigente del PNV sea una tontería, pero esa tontería la dice alguien con autoridad y poder, tiene una estructura, es consistente, compone un discurso y está cargada de sentido: convendría no ignorarlo sin antes analizar los efectos que persigue y los resultados que obtiene.
Un mínimo análisis de ese discurso revela la consistencia de sus elementos. Todas las imágenes empleadas para identificar al adversario político evocan al enemigo que ha declarado una guerra de exterminio. Euskadi estaría sometido al ataque de unas fieras crecidas, que nos masacran, carentes de otra política que no sea la cárcel y la bandera española, empeñadas en zumbar al vasco, en destruir el nacionalismo. Tan enemigo es que no sólo no le preocupa que ETA deje de matar sino que comparte sus objetivos y hasta se regocija de sus crímenes para mejor satanizar a los nacionalistas.
Esta consistente identificación del otro como enemigo se refuerza con imágenes y evocaciones de la guerra civil. Si España hizo antes una guerra a Euskadi con cañones, ahora se la hace con 'los medios', que truenan tanto pero destruyen más, todos obedientes a la voz del mando. La identificación de Aznar y Mayor con Franco es un lugar común, mil veces reiterado. Por supuesto, esa identificación abarca al conjunto de españoles, sin excluir a los inmigrantes, especie de ejército invasor enviado por Franco para destruir la identidad vasca.
Pues, en definitiva, lo que pretende este discurso es reforzar los sentimientos de pertenencia al grupo, inventando una comunidad asediada que sufre un ataque del exterior. Por eso, el correlato del enemigo que hace la guerra es el del pueblo que la sufre y resiste sin perder su identidad. En este punto, Arzalluz no teme recuperar los argumentos más burdamente racistas que fueron moneda corriente a finales del siglo XIX: su insistencia en el factor RH no es una extravagancia sino un elemento destinado a reforzar la imagen de un pueblo que perdura idéntico a sí mismo desde antes del tiempo de la historia.
Enemigo español y pueblo vasco ancestral, tan concienzudamente fabricados por Arzalluz, no pueden reducirse a palabrería tontiloca. Son, por el contrario, elementos de una retórica destinada a legitimar unos hechos: la alianza de un supuesto nosotros -los vascos, identificados como abertzales- contra un ellos inventado, los españoles, identificados como invasores. Atribuir al PP y al PSOE el objetivo de destruir el País Vasco es letra y sustancia del acuerdo secreto del PNV con ETA sobre el que ha pivotado la política nacionalista desde el verano de 1998. Aferrado a su Lizarra, Arzalluz no ha tenido más remedio que extremar la oposición binaria propia de toda retórica sin temor a caer en el ridículo.
Que haya caído o no es lo de menos. Lo que importa es el resultado político de esa construcción: una brecha social tan profunda que otras voces se elevan clamando por el diálogo. Estas voces deberían comprender que a quienes han sufrido violencia por haber sido previamente fabricados como enemigos, la exaltación del diálogo les suene a sarcasmo si no va acompañada de un cambio total de lenguaje que entrañe en la realidad de los hechos un cambio radical de política.
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