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Las otras Annas

Me había marchado a Dinamarca y había dedicado todas las navidades a patinar sobre hielo en las plazas públicas, a leer la poesía de Anna Ajmátova y también tres o cuatro obras críticas y biográficas sobre ella. Su historia es estremecedora, porque nada más ser destronados los zares e implantado en Rusia el régimen bolchevique, Lenin hizo que fusilaran a su primer marido y compinche literario, Nicolái Gumiliov, acusándolo de participar en una conjura inexistente, y su sucesor, el asesino José Stalin, la persiguió e hizo daño durante décadas, silenció su poesía prohibiendo que se editase o difundiera de forma alguna; dejó morir de hambre y frío, en uno de los centros de su Archipiélago Gulag, al extraordinario Osip Mandesltam, su amigo de toda la vida; y, finalmente, tuvo a su hijo Lev confinado en diferentes campos de reeducación de Siberia casi quince años. Esto último lo hicieron Stalin y sus perros criminales poco a poco, alternando periodos de libertad con nuevas detenciones, como si tratasen de torturar lentamente a la escritora, que cada mañana cogía un autobús que la llevaba a una cárcel de Leningrado, se ponía en una fila, junto a otros familiares de prisioneros, y al llegar su turno entregaba un paquete en una pequeña ventanilla. El paquete contenía ropa o algún alimento y su función era la siguiente: si el guardián, después de echarle un vistazo a un libro de registros, lo aceptaba y te entregaba un recibo, significaba que el reo aún estaba vivo y en esa prisión; si lo rechazaba, quería decir que lo habían llevado a Siberia o lo habían fusilado. Cuando, efectivamente, lo llevaron a un campo de concentración, Anna enviaba sus paquetes por correo y se sentaba a esperar que no le fuesen devueltos, porque eso quería decir que su hijo aún vivía.

Al volver, lo primero que vi en el periódico fue una noticia que no parecía verdad y que, de hecho, daba la sensación de estar menos relacionada con nuestro mundo de hoy, tan sofisticado y tan moderno, que con aquel otro mundo infernal de Ajmátova, un mundo remoto, incomprensible, sometido a las barbaridades y las injusticias de un demente y a las penurias de una época siniestra. Esa noticia decía que el 82% de las denuncias por maltratos puestas por las mujeres de la Comunidad de Madrid se resuelven o con la absolución del acusado o con el archivo de la causa. ¡El 82 %! De cada cien mujeres abofeteadas o insultadas, 82 tienen que regresar a sus hogares para que los seres repulsivos y cobardes con los que viven vuelvan a romperles otro hueso, a violarlas una vez más, a darles una nueva paliza.

Me imagino a esas mujeres convertidas en las patinadoras que vi en las plazas públicas de Copenhague, pero en lugar de dando vueltas alrededor de una estatua o una fuente que se ha transformado en una pista al aire libre, las veo deslizándose sobre una lámina muy fina de hielo, una lámina que cubre algún tipo de agua oscura y abismal, que siempre está a punto de quebrarse, de ser su perdición. Algo así deben de ser las vidas de esas 82 mujeres, siempre atemorizadas, siempre en vilo.

Y luego me las imagino convertidas en Anna Ajmátova. Ellas no son perseguidas por Stalin, pero son condenadas al sufrimiento y al terror por un juez inepto o quizá por una ley incomprensible: sus hijos y ellas mismas son enviadas una y otra vez de vuelta, como el desdichado Lev Gumiliov, a ese Gulag privado que podría formarse si uniéramos todas las casas de esta ciudad donde un hombre martiriza a su mujer o a sus hijos, donde un loco se otorga el papel de pequeño Stalin doméstico, de verdugo sin límites. Hay muchas maneras de sufrir, pero una sola clase de dolor. Si comparamos los hechos que marcaron la vida de la legendaria Anna con los de esas 82 mujeres llenas de moratones inservibles y de fracturas sin peso legal, sin duda las similitudes serán pocas o resultarán forzadas. Pero ¿y si comparamos su dolor, su angustia? En ese caso, nos daremos cuenta de que el mundo siempre es igual de dramático y de injusto, por muy distintas que sean las circunstancias. Ajmátova escribió dos obras maestras, Réquiem y Poema sin héroe, y su voz siempre se oirá, denunciando a los canallas. Los cientos de mujeres atrapadas en ese 82% nunca escribirán nada, sino que recibirán sus golpes a solas y en silencio. Qué espanto.

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