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Columna
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Alcaldada

Los vecinos damnificados por la prolongación del paseo de Blasco Ibáñez sobre El Cabanyal-Canyamelar han de ser los menos sorprendidos por la resolución de la Consejería de Cultura, dándole luz verde al proyecto. El desenlace estaba cantado. Lo ampara un partido político que gobierna con franca hegemonía la ciudad y las instituciones autonómicas; así lo ha querido el titular del citado departamento -Manuel Tarancón-, que en ningún momento ha ocultado sus preferencias personales, por más escrúpulos meramente formalistas que haya exhibido para disimular su complicidad con la alcaldesa Rita Barberá, y, por último, la opinión pública apenas se ha movilizado, perpleja como está ante una iniciativa que, por lo general, le resulta lejana y ajena. Incluso en los mismos poblados marítimos no se ha percibido un frente de oposición unido y resuelto debido al contraste de intereses entre los expropiados potenciales y aquellos residentes que confían en que la reforma les acreciente sus beneficios privados revalorizando sus viviendas o negocios.

En este capítulo de factores que propician el trazado aludido habría que sumar el de los arquitectos y urbanistas que con mayor o menor discreción objetan el proyecto por sus características técnicas y no tanto por su ilegalidad o considerarlo inconveniente a tenor del asolamiento de formas de vida y bienes protegidos que conlleva. En esta actitud, como en otras asimilables, late la secular aspiración capitalina de abrir Valencia al mar o la inercia de los proyectos faraónicos en que estamos instalados. La alcaldesa, obviamente, aspira a dejar su impronta personal en la crónica del gobierno municipal.

Por estas y otras constataciones parece de todo punto sorprendente e irritante que las autoridades implicadas -Ayuntamiento y consejería- hayan optado por aplicar la anacrónica alcaldada, que no le es menos a pesar de los informes y triquiñuelas con que han querido disimularla. Se han pasado por la entrepierna el espíritu y la letra de la ley, pretendidamente avalados por una suerte de poder universal que les otorgó el electorado. Un poder que su juicio les autoriza a tirar por la calle de en medio, sin necesidad de modificar los textos legales o cancelar la protección acordada a los 600 inmuebles que la poseen en aquel espacio urbano. Un trámite trabajoso y precario, éste, comparado con las ventajas expeditivas de la arbitrariedad revestida de fútiles legalismos.

A partir de ahora, y mientras que el PP disfrute de mayoría absoluta, será lícito sospechar que tal podría ser el modus operandi en aquellos asuntos urbanísticos en los que la ley condicione o constriña el libre arbitrio del gobernante. Funesto precedente, pues, para el malparado patrimonio histórico que nos queda, sujeto desde este momento a la ley de Damocles que significa uno o varios dictámenes elaborados a la medida de las conveniencias.

Y unas palabras acerca del triste papel que le han adjudicado en este enredo al Consell Valencià de Cultura. Lo suyo ha sido un remedo de don Tancredo, por fuerza, que no por su gusto. Pero si en estos conflictos no se recaba su parecer, ¿para qué se quiere este cónclave de sabios? Bien sabía la avispada alcaldesa que no iban a emitir una opinión de su agrado.

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