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Reportaje:

Destellos galantes

El Museo Municipal cuelga en sus muros una plétora de retratos de los siglos XIX y XX

El retrato elegante es una exposición singular que exhibe gratuitamente, hasta el próximo 15 de febrero, el Museo Municipal de Madrid, en la planta baja de su edificio del antiguo hospicio de la calle de Fuencarral, 77. Tras franquear la impar fachada barroca de Pedro de Ribera y adentrarse en la que fuera capilla del antiguo orfanato madrileño, el visitante comprueba que, bajo la bóveda mimada por Lucas Jordán, han sido compartimentadas ocho salas, pintadas en tonos vivos e intercomunicadas.

Acogen sobre sus paredes una colección de vistosos óleos sobre lienzo del último tercio del siglo XIX hasta la mitad del XX. Hay obras, muchas excelsas, de artistas como Federico y Raimundo de Madrazo, Vicente Palmaroli, Fernando Álvarez de Sotomayor, Romero de Torres, Nicanor Piñole, Carlos Vázquez, Joaquín Sorolla o José María López Mezquita, además de Ignacio Zuloaga, Ramón Casas, Manuel Benedito, Daniel Vázquez Díaz y Valentín de Zubiarre, entre otros artistas. Asimismo, Cléo de Merode, obra de Mariano Benlliure, exhibe en mármol la belleza mórbida de su rostro y su seno.

El criterio seguido por los comisarios de la exposición parece obedecer más al adjetivo galante que al de elegante: la mayor parte de los retratos expuestos pertenece a damas de alcurnia, aristócratas o altoburguesas de sonoros apellidos precedidos por el marital de, ataviadas casi siempre con indumentaria de gala, guantes largos, vestidos de gasa, adornos de flores y sombreros, siempre sombreros. 'La elegancia abarca desde el gesto hasta el menor detalle de la indumentaria', atribuyen al francés Boileau.

'Todo depende', dice, por su parte, Paca González, una extremeña jubilada no demasiado impresionada por los atavíos femeninos. 'He visto gañanes muy elegantes, sin tanto copete, entre bellotas', sentencia. Javier A. García, hombre cultivado y asiduo de los museos madrileños, apunta: 'Pese a todo, la exposición nos brinda la oportunidad de contemplar obras que de otra forma no nos sería posible ver'. Ante ambos se despliega un repertorio de retratos de variable valor y hechura, donde las lilas componen la flor más abundante en los fondos pictóricos; las perlas, la joya más visible en la garganta de las señoras, y tules y organzas, los tejidos más ceñidos en sus atuendos.

De entre todos los retratos, el realizado en 1917 a la marquesa de Encinares, obra de Francisco Pradilla, parece haber conseguido esa suerte de diana triple que unifica en una línea invisible, por sobre el pasar del tiempo, a la dama retratada, al pintor que le dio vida con sus trazos y al observador que plácidamente la recrea hoy, muchos lustros después de haber aquélla posado. Filtra sinceridad y transparencia, con un manto de inolvidable terciopelo azul. Años antes, en 1889, Ignacio Pinazo Camarlench había realizado un retrato de las hijas y el sobrino del señor Pampló, con la maestría precisa para incorporar al visitante al círculo de intimidad creado entre los tres por el pincel del artista.

Un excelso Ramón María del Valle-Inclán -el endecasílabo perfecto-, obra de Juan de Echevarría, parece recordarnos desde su poncho que fue el precursor único del realismo mágico. El retrato de Joaquín Sorolla, hijo, embutido en su gabardina tornasolada, obra de su padre, destaca entre casi todos. A Fernando Álvarez de Sotomayor se debe el de la duquesa de Grimaldi, pintado en 1919 en raso y oro, con su sortija de ámbar: muestra esa distinción que confiere únicamente cierta caprichosa rebeldía. Por su atmósfera parece la altiva inquilina de un cigarral toledano, deslumbrante, bella y libre.

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Vale la pena acercarse a ver esta exposición (de martes a viernes, en horario de 9.30 a 20.00; sábados y domingos, de 10.00 a 14.00).

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