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Columna
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Parada y fonda

Como ciudad habitable, Madrid apenas tiene 250 años, lo que nos empareja con las americanas del Norte, que consideramos tan recientes. Debía ser incómoda e inhóspita en siglos precedentes, salvo para los moradores de los palacios, que se desplazaban en carroza. En aquellos principios del XIX y hasta muy avanzado, las mejores vías urbanas estaban empedradas con guijarros de pedernal, apenas homogéneos, los cuales ponían a prueba las ballestas de los carruajes y los tobillos de los habitantes, aunque aún no se hubieran inventado los baches, forzosa secuela del asfalto. La concepción de la calzada era cóncava, con un canalón en el centro, por donde discurrían liberalmente las aguas de la lluvia y las eufemísticamente llamadas residuales, que todo se llevaban por delante. Las aceras no aparecen hasta pasado el tercio de la centuria, y la circulación de coches, carros, caballos y ciudadanos era aún más caótica que ahora, pero circunscrita a muy contados puntos. Lo más aproximado serían las aglomeraciones de chabolas que vemos desde el tren y en los telediarios cuando recogen sucesos infaustos, o sea, cada día.

Quizás haya menos distancia entre los madrileños que cazaban osos y elefantes a orillas del Manzanares y nuestros bisabuelos, en los tiempos del rey José, que de ellos a nosotros. El comercio de la época se reducía a las ferias permanentes del Rastro y de San Felipe, epicentro de una villa de gandules, paseantes, pillos y covachuelistas, entre la cesantía y la repulsión por el trabajo recobrado. El panorama urbano de Madrid, por aquellas fechas y las siguientes a la epidemia del cólera morbo asiático que diezmó a la ciudad en 1834, era escalofriante y mísero. Sólo años después, a propuesta del meticuloso cronista municipal don Ramón de Mesonero Romanos, se instala la numeración de los edificios: los pares, a la derecha; enfrente, los impares, porque desde la Ordenanza de 1750 daban la vuelta a las manzanas, una fórmula, como otra cualquiera, para despistar al forastero. En nuestros días son cada vez menos las casas que muestran, en lugar visible, el número que las identifica; debe de ser cosa de la privacidad.

Pocos viajeros deseaban permanecer en la Villa, porque eran escasos los lugares donde alojarlos, salvo unos pocos donde sería inimaginable la estadía prolongada. Pocas y célebres posadas: la del Peine, en la calle de Postas; la de los Segovianos, en la del Carmen; famosa la de la Cuerda, creo que en los bajos de Atocha, según me contaron. Los huéspedes dormían sentados en bancos paralelos, separados por una maroma donde reclinar los brazos y la cabeza. Llegada el alba, un criado soltaba el extremo, eficaz despertador cuya técnica no ha prevalecido.

Cuesta trabajo admitir que haya sido una ciudad alegre, confiada y hospitalaria, ya que no había dónde meter a la gente. Un par de docenas de grandes mansiones, aparte del alcázar real y los hoteles, hotelitos y chalés unifamiliares, para diferenciarlos de las casas de vecinos y corralas. El visitante había de conformarse con las posadas, fondas, mesones, ventas, casas de comidas, figones y tabernas, con menús que poco cambiaron desde los días de Don Quijote. Y las pensiones para estudiantes, funcionarios sin familia y mujeres abandonadas por maridos, tutores o amantes, según la copiosa literatura segregada. Poco lujo y despilfarro.

Salvo las clases privilegiadas, que se pasaban la vida en París, en Londres, en Saint Moritz o realizando cruceros de recreo, la existencia aquí debió de ser penosa para el resto: chinches en verano, sabañones en invierno y el recurso, casi exclusivamente masculino, de las tertulias de café, sin desdeñar la boyante y prolongada temporada teatral, las verbenas y las corridas de toros. También soportaron epidemias exterminadoras, aunque, como compensación, los habitantes se entregaban a la matanza de curas cuando se ponía en circulación el rumor de haber atosigado adrede las fuentes públicas, o que las monjas, camellas precursoras, distribuían caramelos envenenados entre los menores. Uno se pregunta cómo podían soportarlo sin televisión, periódicos deportivos, prensa del corazón, rebajas comerciales, atascos de tráfico ni teléfonos móviles. Sin embargo, la ciudad ha sido el imán de las Españas y la gente del pueblo tuvo y retiene su caliente corazoncito.

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