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Columna
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La quiosquera

Es muy aguda la quiosquera de El Raval de Castellón. Uno platica con ella hasta los días festivos. Cae la hoja del taco, viene a decir, y tropezamos con el nuevo año o milenio como tropezamos con los desaguisados de siempre: las pateras, los discursos anodinos de los presidentes autonómicos, los viajes, las comidas y el jolgorio en las calles, las compras, la lotería y la crónica negra con los nombres de todos aquellos que engulló atropelladamente la carretera, el hielo de la montaña o la pobreza soberana que los empujó hacinados a cosechar el brécol murciano. Cae la hoja del almanaque con sus habituales alusiones astronómicas y meteorológicas, con la referencia al santo mártir del día, con una normalidad aparente que no es tal, si se exceptúa el apacible ámbito de lo familiar o el cálido encuentro con los amigos al que invitan las celebraciones navideñas.

Cayó la hoja del calendario y a la quiosquera de El Raval la sigue importando un bledo la composición o el funcionamiento de esa vaporosa o fantasmagórica Acadèmia Valenciana de la Llengua que ella habla con corrección y que el presidente de todos los valencianos olvida en su discurso institucional de fin de año. La quiosquera, asidua lectora de la prensa que vende, es como la voz de la calle en ese entrañable barrio castellonense que delimitan la Ronda Magdalena, el Carrer Sant Roc y los aledaños de la plaza del Rei En Jaume. A la quiosquera no le preocupa en exceso que caiga la hoja del almanaque, pero casi blasfema si la conversación gira en torno al fuego intencionado que arrasó el Prat de Cabanes, alimentado por el viento de estos días pasados. 'Nunca darán con los culpables', murmura, porque sabe que hay claros intereses que muerden a dentelladas los espacios naturales costeros donde todavía no entró el cemento.

Y cae la hoja del calendario y las dentelladas del cemento y la especulación siguen ocupadas en sus tareas, sin cambiar de costumbre, como estuvieron ocupadas los últimos cuarenta o cincuenta años del siglo que desaparece. Aquí, en el País Valenciano, se ocuparon con saña. Ahora mismo peligra Tabarca, peligra la Serra d'Irta, peligra ese encaje agrario con alquerías que es la huerta que rodea Valencia, peligra el secano y peligran esos escasos kilómetros de costa que se salvaron hasta ahora del más destartalado urbanismo. Ni exigencias ministeriales, ni los 100 metros de protección del dominio público marítimo-terrestre. Ni leyes ni planes de ordenación de los recursos naturales detienen el cemento especulador, ese cemento que no compagina un urbanismo integrado en la naturaleza. Aquí se enfrentan munícipes principales del PP a un plan del consejero de Medio Ambiente, también del PP, que debe preservar la Serra d'Irta. Alegan los ilustres ediles de Peñíscola que ellos también quieren evitar una 'especulación desmesurada', quizás porque la mesurada se incluye dentro de sus usos y costumbres. Una vergüenza de ayer y de hoy cuando cae la hoja del taco del almanaque.

Cuando cae la hoja, aquí todo parece normal. Cuando cae la hojilla que indica la fase de la luna y el santo del día, aquí parece un sueño irreal que desaparezcan las pateras, que la necesidad obligue a unas criaturas a recoger brécol, que Zaplana despida el año en valenciano por deferencias hacia los miles de valenciano-parlantes que también pagan impuestos, y que el deseo del artista César Manrique, el canario que conjugó naturaleza y cemento en Lanzarote, sea alguna vez realidad en el País Valenciano. Y esa pena tiene la quiosquera.

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