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Columna
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¡Las palmeraaas!

Pónganles ustedes a las palabras del título la voz de Alberto Cortez. Y ahora ya, recuerdo viejas tardes de domingo, siendo yo niño, en mi national country, ya saben, Zumaia. Tardes que se me ofrecen desiertas y con la luz amarillenta del milagro, y en las que esa canción resonaba, resuena siempre para mí, en la plaza de la música. Es una tarde de invierno, y el recuerdo me la devuelve con esa fidelidad que le es propia, atándose no tanto a los hechos como al ánimo en que florecían. Yo me refugio con cierta frecuencia en aquellas tardes solitarias, de las que emanaba como una nostalgia anticipada en la que viviera ya mi despedida del lugar querido. Quizá por eso, su imagen en la memoria adopte la escenografía de lo que se va, de lo que se está yendo, y la canción que suene en ella sea esa Las palmeras. Entonces, con esa música, yo no podía evitar que las tardes de domingo adquirieran un espesor inusual, que se llenaran de ausencias, como si detrás de mí el mundo se poblara de despedidas, de gente desconocida y de una tristeza infinita. Ya ven, no podría podar las palmeras de mi national country, salvo a riesgo de quedarme sin national y sin country.

Sin embargo, dicen que las palmeras no son vascas. Se lo han dicho a mi amiga Candela sus vecinos después de arrancarle la palmera que había plantado en el jardín. No les confunda el nombre. Mi amiga Candela tiene los dieciséis apellidos de aquí, aunque es verdad que tiene un Rh indefinible. Nunca ha sabido muy bien si lo tenía de negra, de bereber o de albina casada con un mulato. En realidad, tampoco es que se llame Candela. Bueno, sí, ése debe de ser su cuarto o quinto nombre de aquella ristra que nos solían poner para que no hubiera ninguna duda, por si nos perdíamos. En su caso, lo de Candela debía de ser como el lunar del reconocimiento: ¡es mi niña, es mi niña! Pues bien, ése no era de verdad su nombre auténtico, el primer nombre, hasta que tuvo un trance en la India y el mundo se le reconvirtió. Vio de pronto, como esculpidos en el aire, todos sus nombres y todos sus apellidos, en un despliegue panorámico por el que tuvo que pedir después ayuda al oftalmólogo. Y primero fue una vaquita, que se los fue comiendo todos uno a uno, menos uno que se lo escondía detrás del lomo. Y la vaquita se convirtió luego en una luz, y la luz en vela y la vela fue Candela. Y ella le preguntó: '¿Y dónde brillarás?' Y la luz le respondió: 'Allí donde florecen las palmeras'. Y allí fue. Y vaya si florecían. Hasta que sus vecinos le han sembrado el desierto.

¿Es acaso vasco el desierto? Yo recuerdo también mis belenes de antaño, que eran una especie de aldea global avant la lettre. Mi amigo Mina les ha descrito aquí unos belenes fascinantes, con serrines humanos y carpinteros que cambiaban de oficio. Y mi amigo Ugarte les ha relatado maravillosas navidades de antaño, llenas de lobos y de historias junto al fuego -'and death shall have no dominion', Javier-. En los míos había desiertos y lagos, montañetas con rocas y montañetas sin rocas, el Ártico y el Caribe, gallinas y dromedarios. Y una vez estuve tentado de colocar un leopardo, aun a riesgo de que se comiera todas las gallinas. Y había palmeras, por supuesto. Unas palmeras como plumeros alicaídos, que eran muy distintas a las que había en mi national country -¡las había!-, pero que quedaban fantásticas en el desierto y junto al lago, y que en cierta ocasión fueron una tentación insuperable para que yo colocara junto a ellas no un leopardo, sino una pantera negra -la puse-. Y yo le llamaba a todo aquello Palestina.

¿Era tal vez a Palestina a donde tendría que haber ido a vivir mi amiga Candela para que brillara su luz? Acaso lo que tendría que haber hecho era nacer en Palestina y venirse para acá, cargada de palmeras como un rey mago. Entonces, sus palmeras serían recibidas como un homenaje, un agasajo foráneo, y ella sería celebrada, homenajeada y banqueteada a nada que dijera egun on y pusiera esa sonrisa de no soy de aquí, pero lo quisiera. Y tendría sus palmeras y sus dromedarios, aunque tal vez tuviera que pagar el tributo de hacer de Salomé en el belén viviente. Pero siendo de Zarautz, jamás podrá cumplir el capricho de plantar palmeras. Para eso, tendrá que trasladarse a otras latitudes. A Melilla, por ejemplo. Es donde vive.

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