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La Restauración, por otros medios

Recuerdo que en uno de aquellos debates entre Felipe González y Aznar en la V Legislatura Constitucional (1993-1996), en la que el actual presidente del Gobierno aprovechaba día sí, día también, para afirmar, con ocasión o sin ella, que el ciclo socialista estaba ya finiquitado, lo que alcanzaría su cumbre con el 'márchese, señor González', éste le contestó 'señor Aznar, esto no es la Restauración'. Quería con ello afirmar que los partidos políticos que gobiernan lo hacen desde la legitimidad de los votos emitidos por un censo electoral que ejerce su derecho con total libertad y sin que nunca pueda demostrarse a quién ha votado cada cual por mucho que la persona lo manifieste públicamente. Es probablemente el acto más íntimo que alguien puede ejercer sin que nadie sepa nunca dónde fue a parar su voto. Ésta es una de las 'revoluciones' más importantes que ha aportado la España democrática después del franquismo, porque en la historia contemporánea española el control del voto ha sido uno de los elementos clave para entender cómo el sufragio censitario o universal masculino (la mujer no vota hasta 1933) ha servido como control de los grupos de presión económicos o sociales sin que la política adquiriera un espacio propio, independiente de los intereses de tal o cual sector.

La Restauración (1875-1923) fue el paradigma de un modo de entender la política que los historiadores más benévolos han calificado de régimen liberal no democrático, donde existía un Parlamento con dos partidos turnantes, los liberales, al principio comandados por Sagasta, y los conservadores, por Cánovas, artífice del sistema político que entronizó a Alfonso XII. Se instituyó el 'encasillado': cuando los reyes o la regente confiaban el Gobierno a un partido después de haber dimitido el anterior por cualquier crisis, éste poseía el arma fundamental del Ministerio de Gobernación, quien a través principalmente de los gobernadores civiles que había nombrado, establecían en los distritos los nombres, colocándolos en las casillas de las papeletas, de los que tenían que salir diputados o concejales. Mientras, la mayoría de aquella sociedad rural, analfabeta y en parte hambrienta, votaba sin ninguna convicción a los nombres que le eran señalados, sin ningún tipo de control sobre el proceso. Así se conseguían las mayorías parlamentarias, que fueron degradándose a partir del siglo XX con la fragmentación de los partidos y el encasillado se convirtió en una rivalidad entre facciones de los mismos partidos dinásticos que llegaron a pugnas intensas. De esta manera tenía que recurrirse a los gobiernos de concentración nacional para hacer frente a todos aquellos sectores sociales cada vez más numerosos que quedaban fuera del sistema, tales como republicanos, socialistas y anarcosindicalistas, y posteriormente nacionalistas de la Lliga de Cataluña o del PNV. En las grandes ciudades, como Madrid, Valencia, Barcelona, Sevilla o Bilbao, la situación fue trastocada por la presión republicana o socialista, que rompió en parte el modelo caciquil electoral imponiendo a sus candidatos en algunos distritos, incluso utilizando mecanismo de fuerza como ocurrió con el blasquismo en Valencia.

Los historiadores han discutido sobre si aquel sistema no tenía salida o pudo ser un régimen de transición hacia uno plenamente democrático, y algunos de ellos, ya consagrados por la Academia, han acusado a los republicanos y socialistas de no tener el suficiente sentido para aceptar las posibilidades que ofrecía un régimen de transformación hacia la plena integración de todas las opciones políticas en juego. Se les acusa de cuestionar el reformismo de Maura, el de Canaleja, el de Santiago Alba o Romanones, que incluso durante la II República mantuvo su dominio sobre los votantes de Guadalajara, y no posibilitar ninguna salida que democratizara el sistema, con lo que se propició soluciones fracasadas, como fueron la dictadura de Primo de Rivera y la II República; donde, por cierto, la provincia se convirtió en distrito electoral y las elecciones caminaron hacia un menor control de los caciques, aunque la ruralización de la sociedad todavía mantenía unas dependencias importantes, donde la Iglesia y los propietarios, o sus representantes, contaban con influencias considerables, como lo demuestran las elecciones de 1931, 1933 y 1936. Últimamente esta visión ha sido matizada por historiadores más jóvenes y con técnicas de análisis más modernas, pero en el fondo vienen a sostener la misma idea: la Restauración evolucionó, existía un parlamentarismo importante, donde se abordaban todo tipo de temas y faltaba dar el paso definitivo hacia fórmulas democratizadoras. Parten, en el fondo, del supuesto teórico evolucionista, que no tiene por qué ser rectilíneo, pero de alguna manera podrían también interpretar que el feudalismo desembocó por propia evolución en el capitalismo sin necesidad de la Revolución Francesa u otras revoluciones. Es decir, no son necesarias grandes fracturas ni económicas, ni jurídicas ni sociales, y así en esta línea podríamos rehabilitar al padre del conservadurismo, el inglés Burke.

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El tema no es sólo una polémica académica, sino que está influyendo en la actual configuración política española en todos los niveles. A la postre, lo que se discute es la autonomía de la política. Hoy las diferencias fundamentales entre los principales partidos -PP y PSOE- son en muchos casos de matices -y los matices son muy importantes-, y así los percibe la sociedad, que no quiere grandes estruendos en su clase política, a la que no le tiene un gran apego. Pero exige, consciente o inconscientemente, que cada cual desempeñe su papel. El que ha ganado las elecciones, que gobierne y la oposición que critique y sea una alternativa futura. El problema comienza cuando ambos traspolan la teoría de los ciclos económicos a los ciclos políticos. Es decir, el Gobierno alguna vez pasará a la oposición y viceversa, y, por tanto, hay que saber esperar a cada momento, de tal guisa que lo que tiene que hacer la oposición es no cometer grandes errores y procurar acrecentar una buena imagen como alternativa, y mientras tanto esperar al desgaste de los que gobiernan, que más pronto o más tarde en democracia siempre llega. Lo que nadie es capaz de calcular es cuánto tiempo dura un ciclo, porque depende de coyunturas o de países y dentro de ellos de zona (recuérdese el caso de Baviera o el de Cataluña). Y si la oposición puede acortar o alargar el ciclo desarrollando un tipo de estrategia u otra: el PSOE lo hizo con la UCD, y el PP, con el PSOE, naturalmente contando siempre con los fallos del adversario, pero dividiéndose los papeles dentro del mismo grupo desde los más agrios (los diputados jabalíes que se decía a principios de siglo) a los más contemporizadores.

Pero los tiempos están cambiando, como diría Bob Dylan, y la mayoría de los políticos están instalados en el presupuesto. En una gran parte de casos no han hecho más en toda su vida que vivir de la política, como oficio, como profesión, y su expectativa es seguir en ella. De ahí que la palabra renovación tenga más un sentido sindical de reivindicación de ocupar los puestos que otros parecen haber desgastado por el paso de los años o por los propios acontecimientos que vivieron, y, por tanto, han de formar parte del patrimonio, pero no de la acción. Así que tiene que venir gente nueva, 'renovadora', que impulse un nuevo estilo. Pero el problema es si ese nuevo estilo no está condicionado por 'estar', sea en la oposición o en el Gobierno, más que por plantear alternativas diferenciadas, aunque sólo sea en los matices, y no esperar el santo advenimiento del ciclo que cambia. De tal manera que la idea que se transmite a la sociedad es que es buena la alternancia en sí misma, de ahí que un político actual, que no necesita, por cierto, la política para vivir, llegue a afirmar que 'el PP se ha apoderado de nuestro discurso [el del PSOE]'. La Restauración está de nuevo aquí, cantada por juglares de gestas del pasado, pero esta vez, sí, consentida libremente por los ciudadanos, a los que se ha logrado convencer de la importancia de los cambios controlados y siempre que se respeten aquellos intereses que cada cual ha generado. A la inmensa mayoría, mientras pueda seguir disfrutando de unas mínimas condiciones de vida y mantener expectativas de mejora, no le importa tanto quién gobierne, ya que el reparto en todos los órdenes, piensa la clase política, se hará proporcional a los votos y escaños. Yo te respeto a ti, y a los intereses que representas, y ya lo harás tú cuando estés en el Gobierno. Bueno, si la ciudadanía está contenta..., pero, y si en el futuro no lo está, ¿cuál es la alternativa?

Javier Paniagua es profesor de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED y director del Centro Alzira-Valencia 'Francisco Tomás y Valiente', de la UNED.

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