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Columna
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La compasión

Leí hace años un estudio comparativo entre el hombre de Neanderthal y el Homo Sapiens. Un dato recuerdo con nitidez extraña: el segundo pudo salir adelante, en la atareada implantación de las especies inteligentes, gracias a un rasgo que probablemente no tenía el primero, o lo tenía de modo imperfecto. Tal vez por eso, entre otras razones, el más corpulento de los humanos se perdió para siempre en las brumas de la prehistoria, hace unos treinta mil años. Ese rasgo no era físico, sino psíquico. Y no mental, sino emocional: la compasión. La capacidad de condolerse, de sentir el sufrimiento ajeno como propio. En virtud de esa peculiaridad, de la que carecen las demás especies (sólo hay atisbos en los elefantes, que también lloran grupalmente a sus muertos, o algo parecido), el Sapiens creó vínculos afectivos comunitarios que, a la larga, supusieron la garantía de pervivencia más firme.

El pasado 30 de diciembre, casi último día del año, del siglo y del milenio, la segunda cadena de Televisión Española nos brindó un excelente reportaje sobre el drama humano de los inmigrantes que llegan a nuestras costas, en oleadas de miedo y de esperanza. No parecía sino que alguien hubiera pensado en recordarnos que somos lo que somos, y que a duras penas hemos llegado hasta este punto crucial de la historia, por esa curiosa capacidad de sentir la fibra del dolor de los otros resonando en nuestro interior. Hermoso y desgarrador instrumento, en verdad, que no necesita de religiones ni de proclamas políticas para sonar como suena: como un alivio en nuestra soledad cósmica. El hecho de que esas criaturas procedan de África, de donde mismo vino el hombre actual, el que ha prevalecido sobre las demás tentativas, pone una excitante clave metafórica en lo que está ocurriendo. Como si, además de la compasión, tuviéramos que saldar con ellos una profunda deuda genética.

Sobre los datos escalofriantes (mil náufragos salvados; pero seguramente más de ese número hundidos en el corazón de las tinieblas, pues sólo cincuenta y siete se recibieron en brazos de la muerte; no sé cuántos rescates in extremis), el programa impuso el valor extraordinario de las imágenes, de la ayuda espontánea, de la compasión pura con la que muchos andaluces de a pie se echaban a las playas, a cargar sobre sus espaldas con moribundos, arropar a mujeres ateridas y a niños de ojos desmesurados. Se contaron casos de acogida inmediata, sin miramiento de leyes coercitivas y absurdas. También la Guardia Civil, las ONG que operan en la zona, algún fraile, la Cruz Roja... parecían anteponer a todo, a sus obligaciones más o menos profesionales o impulsos solidarios, el deber de la especie y como siguiendo una consigna del genoma: salvémonos, porque nadie vendrá a salvarnos, ni del cielo ni del espacio infinito.

Es obvio que los dioses todos se han olvidado de nosotros. Ni falta que nos hacen, mientras siga funcionando ese dispositivo, el de la compasión. El día que se pierda (y a punto ha estado de ocurrir varias veces en el siglo que ya acabó) sólo quedarán los elefantes para sustituirnos. Quién sabe si entonces, de sus largas trompas, no saldría también un lúgubre canto por nosotros.

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