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LA CASA POR LA VENTANA

El milenio empieza un lunes

Mañana se estrena año, siglo y milenio, un antojo de calendario que nos pillará más o menos como siempre

La verosimilitud mal entendida empieza por uno mismo, y la verdad es que con la vida borrascosa que he llevado nunca pensé que llegaría con algún criterio, o mejor ninguno, al año 2000, tanto menos al que le sigue, así que estoy encantado con el sortilegio de un almanaque caprichoso que nos convierte ya sin ningún género de dudas en una panda de supervivientes. Lo mismo es el momento blando de agradecer algunas cosas, porque parece fuera de toda cordura esperar los albores de otro milenio para dar las gracias. Por algo tanto futuro como se anuncia comienza inscrito en un día de tradición laborable.Debo decir que me alegro de una infancia vivida en terrenos de huerta entre el barrio de La Amistad y la playa de la Malvarrosa, sobre todo porque, habiéndome criado en la calle, un tanto a la manera de los primeros personajes de Pasolini, tuve un temprano trueque con los acompasados cultivos estacionales y con las orillas del mar. Recuerdo la veloz espuma en el sudor de los caballos cuando los labradores nos dejaban montar en la entaulaora, la desordenada constancia de sandías y melones que hurtábamos a las matas antes de madurar, la egregia soberbia altiva de los aéreos pimientos o la elegancia discreta de las plantas de habas y los heráldicos dominios de las habichuelas, el recogimiento progresivo de las coles siempre creciendo hacía adentro, como temerosas de revelar la inanidad de su secreto, el reposado rumor de las acequias, el perfume llorón de la cebollas o las pascuas de abril en el Clot de Vera, el firme taladro de las orugas patateras o las eras mágicas de interminables cacahuetes puestos a secar, las tiesas sacudidas de un sexo precoz y sin matices bajo los penachos de los cañaverales y los surcos de las panojas.

Esos días siempre parecían sin fin y de verano, como de bodas incesantes, acuciados por un contento ajeno a toda medida del tiempo, hasta el atardecer en la arena de las primeras olas de la playa, y ya de vuelta a casa -los bolsillos del calzón corto llenos de aladroc todavía vivo-, nos esperaba la bronca de los mayores porque uno negaba haber llegado hasta el mar pese a la evidencia escamosa de los pescaditos agónicos en los muslos y de unas sandalias de segunda mano muy dispuestas a dejar escapar por sus chivatas aberturas la arena acumulada sobre las desvaídas baldosas de la entrada de casa, que eran de un granate en entredicho y que así se adornaba por unos minutos de un gris brillante y como espolvoreado que a mi, no se por qué, me recordada el lomo de látigo envidiable de una resuelta sardina viva.

Tampoco estuvo mal, según lo veo ahora con mi mala acústica, que pronto dejara esa vida irresponsable -aunque, de ser llorón, añoraría su disponibilidad sin límites- para ponerme a trabajar con artistas falleros, los inolvidables Hermanos Sánchez, que no se qué se habrá hecho de ellos, por más que veo como si aún lo viera al patriarca de la familia con su bigotazo a lo Pablo Iglesias de indudable sopor republicano. Yo tenía nueve años y era también monaguillo en mis horas libres y más bien por la merienda (pan con sobrasada, porque en casa no es que se masticara demasiado), hasta que el padre Estanislao, un astuto párroco navarro que acostumbraba a distraernos de los misterios de la fe saltando con sus zancos entre los melonares, sugirió a mi madre la posibilidad de financiarme órdenes de seminario, y a esto que ella, una guapa chueta mallorquina con mucha cosa vivida, lo miró tan estupefacta como si aquel buen hombre estuviera más tocado por la locura divina -lo digo por mencionar una posibilidad en todo remota para nosotros- de lo que estaba, y en su firme negativa se acabó para mi la broma de seguir ayudando a misa.

No me vino mal aquello, ya que nunca conseguí entender que el Niño Jesús naciera en diciembre para morir en pascua, entre otras cosas de mucha teología que nunca pude inteligir, aunque me quedé sin la merienda. Concluida la temporada fallera, me inicié en la sabiduría del metal como aprendiz en un taller de cerrajería. Cambiarás la escayola por la grasa del acero, me aventuró como negro destino un maestro de forja aragonés con el que aprendí los misterios de la doma de los hierros al rojo y a entender la trayectoria de las esquirlas encendidas, así que pasé de la artesanía de cartón a los rudimentos de la industria en lo que dura una semana, para convertirme luego en soldador de arco voltaico de cierto postín y bastante solicitado. Será por eso que nunca entendí del todo al valenciano sociológico que dibujaba Joan Fuster en una biblia que pronto se reveló más de postrimerías que de iniciación. Marché a Madrid, por ver de cambiar de oficio -y de vida- en lo posible. No lo conseguí del todo, pero eso lo contaré en el milenio que mañana mismo, antes de ir a la compra, empieza.

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