Odiseas
La cifra mágica y esotérica, el número redondo de los aguafiestas apocalípticos y de los falsos profetas, el año 2000, concluye sin la prometida traca cósmica, fin de fiesta, liquidación total por cese de existencias, muerte anunciada de la especie humana sobre la tierra con la que especularon sin escrúpulos toda clase de visionarios con visión comercial que llevan siglos vendiendo entradas para el Juicio Final.Algunos de los más concienzudos y tozudos mesías profesionales de las últimas décadas, al ver que se les iban agotando el tiempo y la credibilidad, predicaron y practicaron la autoinmolación, el suicidio colectivo para anticiparse y tomar los primeros billetes de ida hacia al paraíso, una ruta que iba a empezar a verse concurrida, no tanto como la del infierno, a partir de la mítica fecha de caducidad con la que vendían su producto.
Para 2001, la parábola cinematográfica proponía una odisea galáctica y filosófica, un viaje hacia la sabiduría cósmica que no figura precisamente entre los proyectos más inmediatos de la NASA. Aunque el hallazgo de excrementos en Marte sea un paso de gigante en la investigación sobre la vida extraterrestre, aún estamos a años luz de dialogar sobre teología o tecnología con nuestros vecinos del cosmos.
Los profetas de la ciencia-ficción, desde los grandes maestros como Bradbury, Clarke o Philip K. Dick hasta los artesanos de las revistas populares y las novelas de quiosco, idearon miles de escenarios alrededor de la fecha cabalística del cambio de milenio. Lo suyo era literatura, fábula, puro entretenimiento, ficción y fantasía. Casi siempre, pues existe el caso de L. Ronald Hubbard, mediocre escritor que hizo realidad, empresa y secta de sus divagaciones y fundó la próspera Iglesia de la Cienciología como vehículo para vender sus infumables libros.
Los que más se aproximaron a la realidad de 2000 fueron los escritores más pesimistas que apocalípticos que retrataron un mundo contaminado, degradado, masificado y enloquecido. De la superpoblación y la carencia de alimentos consiguiente trata la novela ¡Make the room! ¡Make the room! (¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!), de Harry Harrison, llevada al cine en 1973 por Richard Fleischer con el título de Soylent Green (Cuando el destino nos alcance), una agria parábola protagonizada por Charlton Heston y Edward G. Robinson en la que gran parte de la humanidad se alimenta sin saberlo de sus propios cadáveres reciclados en forma de nutritivas pastillas.
El año 2000 de Harrison y Fleischer no plantea una odisea en el espacio, sino una odisea por el espacio y por la supervivencia, un mundo en el que el Estado promociona una fórmula atractiva de eutanasia indolora y placentera a los ancianos antes de hacerlos papilla, fosfatina, en píldoras.
De las harinas animales causantes de la enfermedad de las vacas locas a las harinas humanas de Soylent Green no hay más que un paso. La encefalopatía espongiforme fue detectada por primera vez entre tribus antropófagas especialmente aficionadas a sorber los sesos y la médula de sus enemigos. Si los herbívoros enloquecen con la forzosa dieta carnívora y los caníbales acaban como cabras por su fea costumbre, resulta plausible pensar que una humanidad alimentada con sus propios cadáveres no tardaría en extinguirse entre terribles convulsiones, presa del mal de los hombres locos.
En la fábula cinematográfica, los esclavos innúmeros se rebelaban contra sus amos en cuanto se enteraban de la clase de pienso que les estaban dando, carne de su carne y sangre de su sangre, en una brutal eucaristía. En el mundo real, la sangre no llegaría al río, la gente no tardaría en acostumbrarse al menú y a consumirlo con delectación al grito de "lo que no mata engorda", aunque lo que engorda mata suele tomarse su tiempo y el personal prefiere morir de hartazgo a morir de inanición.
Claro que en un escenario real, la bazofia no sería totalmente gratuita como en la ficción, se vendería en modernos hipermercados y selectas tiendas de alimentación, como ahora, y la gente haría cola para comprarlo.
Las superpobladas calles del centro de Madrid se asemejan estos días a las de Soylent Green, pero las masas relucen de satisfacción bajo la iluminación navideña y no parece que por el momento vayan a rebelarse contra nada.
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