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Tribuna
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Portal de Belén

Érase una vez una pareja de inmigrantes que había llegado a España en patera. Después de burlar la vigilancia de los guardacostas, de las patrullas terrestres y de la ley de extranjería, se instalaron en alguna localidad valenciana. Vivían de lo que les salía al paso, pero mal. Él trabajaba en la naranja y no tenía papeles, así que cobraba la quinta parte de lo que le correspondía sin tener tampoco Seguridad Social. Ella también estaba indocumentada, aunque la desproporción de sus ingresos con los de otros trabajadores era menor: se dedicaba al servicio doméstico y ya se sabe que en eso los inmigrantes sólo compiten entre ellos. Ocupaban una vivienda húmeda e insalubre en un barrio-dormitorio. Estaban contentos: el propietario sólo les cobraba el doble que a los naturales y los vecinos hasta les saludaban por la escalera.Un buen día se corrió la voz de que en el sur, en Almería, se estaba preparando un censo de inmigrantes. ¡Al fin tendrían papeles! La pareja empezó a soñar con deseos inalcanzables. Por ejemplo, que cuando el jefe se niega a pagarte y, además, te maltrata, puedes denunciarle a la inspección de trabajo o a la policía. Por ejemplo, que cuando en la tienda de la esquina el dependiente te mira sin verte y sirve antes a los nacionales que están detrás de tí, le puedes armar un escándalo y ellos se retiran achantados. Por ejemplo, que el hijo que estás esperando podrá ir a una guardería y no tendrá que crecer solo, en habitaciones vacías donde resuena el triste ulular de una televisión que no entiende.

Sí, ella estaba embarazada, pero a pesar de ello se dispusieron a emprender el viaje hacia el sur. Antes tuvieron que entregarle al dueño del piso una fianza para pagar el mes siguiente por si no volvían. También tuvieron que hacer horas extras sin sueldo en la naranja y en las faenas domésticas: era como una póliza de seguros para garantizar el puesto de trabajo, sólo que en especie, les dijeron.

Y así se fueron, cargados de deudas y de ilusiones. Ocho horas de autobús mirando extasiados una película y un reportaje navideño (había vídeo, era un buen autobús: al fin y al cabo estamos en el primer mundo, en un país de la UE). Lo que les emocionó de veras fue el reportaje: de repente, todo eran luces y alegría, la gente miraba sonriente sin dejar de comprar; tenían papeles y por eso podían comprar y comprar y comprar.

Cuando llegaron a Almería, descubrieron que había una cola inmensa y que era imposible encontrar alojamiento con las escasas pesetas que atesoraban. Aun así, se las arreglaron. Al principio de su llegada a España habían vivido en una cueva del Camp de Morvedre: ahora se instalaron en otra de la costa almeriense. Cada día él iba a ponerse en la cola y volvía tarde sin los papeles. Ella se quedaba esperando, pues le faltaba poco para dar a luz. Una noche, se puso de parto. Angustiados, iniciaron un penoso recorrido por los hospitales. Ninguno quiso acogerles: no tenían papeles. Tuvo que parir a pelo, en la cueva y ayudada por su marido. Ladraban los perros en la noche. Luego oyeron voces, les deslumbró el haz de una linterna y por fin unos policías asomaron a la boca de la cueva. Eran guardias civiles que buscaban inmigrantes ilegales. Apiadados, hicieron entre todos una colecta e instalaron a la madre y al niño en el coche patrulla con la calefacción encendida. Por la radio se oía "en el portal de Belén hay estrellas, sol y luna". Luego la música se cortó y un locutor del boletín de noticias informó que lo de la legalización de inmigrantes había sido un bulo. Se trataba del regalo de Reyes. Como nuestra pareja de inmigrantes era extranjera y, además, ilegal, no hubo para ellos ni oro ni incienso. Tan sólo mirra.

angel.lopez@uv.es

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