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Cada uno en casa

Juan José Millás

Cuando yo era pequeño, se bendecía todo: los bares, las mercerías, los prostíbulos, las viviendas de protección oficial... La bendición era una fiesta, porque llegaba un señor disfrazado con un poncho de colores y recorría las habitaciones echando agua bendita con un instrumento de nombre diabólico. Recuerdo a mi madre pidiéndole al cura que no escatimara el agua debajo del fregadero de la cocina ni dentro de los armarios, que eran los lugares donde ella calculaba que Satán se encontraría más a gusto. Nuestros padres nos llevaban al médico si se nos ocurría confesar que teníamos un amigo invisible, pero ellos se pasaban la vida peleándose con presencias inmateriales. Y lo peor no es que creyeran en el diablo, cuya existencia no niega nadie con dos dedos de frente, sino que estaban convencidos de que el párroco sería capaz de deshacerse de él con unos golpes de hisopo y unos latinajos. No tenían ni idea.Menos mal que, cuando se marchaba el cura, hablaba yo con mi amigo invisible, y le encargaba que desalojara a Satán de allí donde permaneciera escondido. Supe que pasaba muchas horas detrás del bidé, pues buscaba los lugares húmedos para compensar el fuego que le consumía por dentro. En casa nunca hubo, en fin, diablos gracias a mi amigo invisible, de cuya existencia jamás fueron informados mis padres. Sin embargo, había muchas cucarachas, una cosa por otra. Y lo que mi madre no comprendía es que anidaran debajo del fregadero, que es donde más agua bendita gastábamos. En aquella época estaban muy confundidas las fronteras entre la droguería y la religión. Había gente que utilizaba el hisopo donde tenía que usar la lejía, con resultados catastróficos. Mi madre era una de estas personas confusas.

Lo curioso es que tiene continuadores. El otro día, sin ir más lejos, Álvarez del Manzano inauguró un aparcamiento con agua bendita en la calle de Antonio Machado. Habría pagado por verlo, porque me vuelve loco la antropología, pero el Ayuntamiento, que se pasa la vida invitándome a cosas que no me interesan, no se acuerda de mí cuando monta un espectáculo étnico. Pues nada, parece que llegó el cura con su poncho de colores y antes de que el alcalde soltara su discurso, dijo unas palabras en castellano, aunque resultaron más incomprensibles que si las hubiera pronunciado en latín. Las reproduzco a continuación para que no diga que me invento las cosas: "Bendícenos, Padre, porque en este lugar descansarán nuestros coches y nuestras preocupaciones por su seguridad y conservación. Bendito seas, Señor, porque nos permites, con la ayuda de la técnica y de la ciencia, que tengamos medios y vehículos para hacer más eficaz nuestro trabajo, para trasladarnos de un sitio a otro, para ir al encuentro de los hermanos, para admirar las maravillas de tu creación, para hacer más agradable nuestra vida, para poder usar y conducir nuestros coches. Por Jesucristo, nuestro Señor, amén".

Lo malo de los curas de hoy no es que no crean en el diablo. Es que no creen en Dios. Ningún creyente medianamente sensato habría dicho que guardamos las preocupaciones en los aparcamientos "por su conservación". Ni habría agradecido a la técnica que tengamos coches, pues ya está demostrado que son féretros. Y de haber dicho alguna de esas tonterías, se habría expresado con más sintaxis, por favor. Lo raro es que, según el concejal de Tráfico, Sigfrido Herráez, la actuación del párroco se debió a la presión del público, que no se atrevía a utilizar el aparcamiento sin que hubiera sido bendecido previamente. Yo no conozco al tal Sigfrido e ignoro si es un mentiroso, pero si de verdad los vecinos de un barrio han sido capaces de obligar al alcalde a cometer un sacrilegio de este tipo, es que esta ciudad está al borde de la locura. La gente confunde el tráfico con la teología del mismo modo que mi madre confundía el agua bendita con la desinfección. Y son cosas distintas. Se empieza idolatrando coches y se acaba adorando al becerro de oro.

Todo esto no puede conducir a nada bueno. Lo malo es que, si de lo que se trataba era de desalojar al diablo del aparcamiento, tampoco yo puedo echarle una mano a Álvarez del Manzano con mi amigo invisible, ya que al crecer nos fuimos cada uno por nuestro lado. Hace años que no sé nada de él, aunque me enteré por casualidad de que se hizo crítico literario y vive de leer libros y de ponerlos mal, o de ponerlos bien: incomprensiblemente, le pagan lo mismo por hacer una cosa y su contraria. Jamás ha criticado un libro mío porque trabajamos en dimensiones distintas. Cada uno en su casa y Dios en la de todos.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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