La ambición de los fracasos
Viendo días pasados en la tele las imágenes de Francisco Umbral -un buen articulista de prensa- y Pedro J. Ramírez -un periodista farruco y algo rústico- celebrando el asunto del Premio Cervantes en términos de "¡cómo hemos jodido a esos cabrones!", proferidos entre risotadas tabernarias, se comprende que el veneno que destilan ciertas amistades peligrosas basta para emponzoñar incluso la percepción de algunas obras estimables. Y, pese a todo, no se acaba de entender que el merecedor del más alto galardón literario que se concede en este país lo celebre arremetiendo -y en qué compañías, cariño- contra sus adversarios mediante expresiones de tan escasa elaboración literaria como las escuetas consignas de cantina. Yo no se si Umbral se ha ganado ese premio, aunque se que no lo desmerece Pedro Laín, por más que el galardonado se refiera al maestro de primer orden en la historia de la Medicina como a "ese falangista de uniforme", cuando ese adjetivo de infamia convendría algo más en este mismo momento a algunos de sus actuales secuaces, y de todos modos no creo que la ajada chulería de barrio sea la actitud más pertinente a la hora de recibir un premio de esa importancia. Aquí siempre parece que los reconocimientos son valiosos sólo en la medida en que pueden esgrimirse contra otros, por lo que no se trata tanto de congratularse por lo obtenido como de alegrarse con la supuesta derrota ajena. Eso -hasta Umbral lo sabe- es tan español que se diría urgente a estas alturas que por fin deje de serlo también para el flamante premio Cervantes.Lo recordaba el otro día el pintor Artur Heras en una conversación con Jesús Martínez Guerricabeitia que mantuvimos para este periódico (con las entrevistas más agradables siempre sucede lo mismo, que se alarga el asunto y luego no hay manera de que quepa todo en la página), quien, entre otras muchas cosas donde la ironía competía con el seny, dijo que una actitud como la de Jean Paul Sartre renunciando a asistir a la ceremonia de entrega del Nobel de Literatura sería hoy absolutamente incomprensible. Yo quise recordarle el castizo jolgorio de Camilo José Cela, ese recio ciudadano, en ocasión semejante, pero me conformé con comentar que Samuel Beckett ni siquiera se molestó en darse por enterado de que lo había recibido, tan centrado estaba en una obra que, en su opinión, no merecía otra recompensa que la de su propio y exigente visto bueno. Guerricabeitia, que se mostró también como un experto conocedor de la vida y la obra de Sartre, como es lógico en una persona de gusto tan afortunado, añadió algo así como que lo mejor de las conductas que pueden tomarse por ejemplares es que ni siquiera aspiran a serlo, y que la vanidad que no sea intelectiva es susceptible incluso de convertirse en motivo bastante para poner en cuarentena la validez de la obra sobre la que descansaría. Recordé sin decirlo las correrías de Juan Benet y Luis Martín Santos por los antros madrileños de los años cincuenta para terminar asistiendo en las tardes de sábado a las alambicadas charlas de salón de Ortega y Gasset ante un auditorio de marquesas franquistas, con el único propósito de morirse de la risa, y no quise mencionar las ínfulas de diván freudiano de más de una patosa celebridad local para no rebajar la graduación de una sensata conversación entre amigos.
Quiero decir que también se habló de solidaridad y de cómo acabar de una vez por todas con una noción tan estropeada por un voluntarismo de hucha o de actividad entretenida de fin de semana o refugiada en los méritos de esforzados periodos vacacionales. El sur de la península que felizmente habitamos pese a los grises designios de José María Aznar es a estas alturas el norte de un continente africano en trance de inexistencia humana pese a la persistencia de una cartografía de meteosat empeñada en dibujar sus contornos difuminados por las nubes como si no pasara nada más interesante que los caprichos humanos de una meteorología negligente. Varios miles de inmigrados hacen cola para nada en las calles almerienses próximas a los centros de un poder sin nombre en espera de un papel, de una cosa, un timbre de estanco, de un algo que les certifique por un par de meses su condición de humanos. Como no reciben más que el número en la lista de espera, quienes de entre ellos saben leer tienden a pensar que eso obliga en algo a los que se lo proporcionan, pues que también el número de esa lotería trucada figura en un papel y lo que quieren son papeles. Del Estrecho a Málaga y de Málaga a Almería. Me gustaría saber qué piensa hacer Rafa Blasco cuando la primera avanzadilla de esa famélica legión desembarque con lo puesto en las costas alicantinas. En fin. Este invierno que viene va a ser duro, según todos los pronósticos.
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