Qué bello es vivir
JUSTO NAVARROLlamé a una amiga al teléfono móvil y me respondió a través de un fragor extraordinario: ruido de discoteca 24 horas, Ibiza o Berlín. ¿Estás en la discoteca?, pregunté, porque vivimos días de fuga y viajes previsiblemente sorprendentes (es Navidad otra vez), pero mi amiga sólo estaba en un centro comercial de Málaga y yo oía el fragor del dinero. La alegría de estas fiestas es de dinero puro. Si alguno me dice que está harto de Navidades, yo le recomiendo que regale todo su dinero. La pobreza es el único modo drástico de borrar la Navidad, que, huyas donde huyas, te está esperando, monstruo de película pavorosa. Tres posibilidades nos quedan estos días: comprar, beber o ponernos a recordar viejas Navidades, es decir, echarnos a llorar. Lo mejor es comprar y beber: bailar con la música del dinero libre. La música clásica más conocida en España es la de los niños cantores de la Lotería Nacional. La mejor literatura del momento son los catálogos de regalos navideños.
Se vive bien en los bares y los comercios decorados como árboles de Navidad, árbol de buenos frutos, árbol cuya fruta son mil regalos. Bendito sea. Yo soy un fanático de la Navidad y Papá Noel, esos terribles Papá Noel de algunas tiendas, presuntos personajes de Stephen King, Papá Noel callejero, recién salido del trabajo en el almacén, con gafas y el disfraz rojo e hinchado lleno de lamparones y una cara que esconde una historia indecible detrás de las torcidas barbas blancas. No sé por qué he pensado en la Navidad cuando he conocido las aventuras de una banda de rateros caída ayer mismo en poder de la Guardia Civil de Sevilla: ladrones de jamones y quesos, magnífica mercancía para estas fechas, fiambres arrebatados de las tiendas de comestibles después de estrellar el coche contra el escaparate. Los delincuentes no invertían en material: también robaban los coches. Es otra manera de vivir la Navidad peligrosamente.
Hasta H. P. Lovecraft, célebre autor de cuentos terroríficos, escribió un cuento navideño: La fiesta. Un individuo llega hoy al pueblo de sus mayores, Aldebarán (parecería un pueblo andaluz si no cayera tanta nieve), para celebrar Navidad, día que, según recuerda, sólo fue celebrado como Día del Invierno antes de que existieran Belén, Babilonia y esos seres inverosímiles que habitan en los centros comerciales y son llamados mujeres y hombres. El viajero quiere reunirse con la familia en la fiesta, y con la familia va a la iglesia, la cripta, y, más hondo, la escalera de caracol: un baile a la luz de lámparas leprosas. Los invitados montan y vuelan sobre animales blandos y torpes, de membranosas alas, pero el viajero se resiste a cabalgar y entonces el pariente le enseña su reloj, una prueba de que está entre los suyos: un reloj de la familia. La prueba es espantosa, pues se trata del reloj con que fue enterrado para siempre el tatarabuelo del tatarabuelo en 1698.
Oigo en el teléfono la alegría del centro comercial. ¿Qué estás viendo?, le pregunto a mi amiga. Está ante un escaparate de relojes. Nunca se habían visto tantos relojes, nunca tanto movimiento, tanta prisa, tanta mercancía desmedida y menuda.
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