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¿Bola de nieve o ariete? JOAN B. CULLA I CLARÀ

Para entender lo que, con respecto a la política antiterrorista, ha sucedido entre el PP y el PSOE a lo largo de las últimas tres o cuatro semanas no es preciso disponer de información reservada ni de confidentes bien situados: basta un elemental trabajo de hemeroteca, un somero repaso de cuanto ha escrito a ese propósito la prensa más solvente. Antes, e incluso inmediatamente después, del asesinato de Ernest Lluch la actitud del partido y del Gobierno que encabeza José María Aznar era de inequívoco desdén hacia las proposiciones de pacto que les dirigía el líder socialista, José Luis Rodríguez Zapatero. Pero, tras la manifestación barcelonesa del jueves 23 de noviembre, los dirigentes populares sintieron que el voluble viento de la opinión pública se les ponía en contra, que comenzaban a quedar marcados por el estigma de la intransigencia, y decidieron desviar la demanda ciudadana de "diálogo" (con el nacionalismo vasco, ¿con quién si no?) hacia ese acuerdo bipartidista que los socialistas les venían ofreciendo sin éxito. Resulta bien significativo que -según leo en EL PAÍS del pasado martes- el punto de inflexión en la actitud del PP se produjese durante un almuerzo entre un representante de La Moncloa y otro del PSOE el viernes 24 de noviembre, supongo que con los periódicos del día y el clamor del paseo de Gràcia sobre la mesa.Además del riesgo de quedarse aislado en una antipática pose de prepotencia y dogmatismo, el Acuerdo por las libertades y contra el terrorismo permite al PP conjurar otro peligro aún más grave para sus intereses partidarios: el de esa reaproximación entre el PSOE y el PNV que la resaca emocional por la muerte de Lluch hizo parecer un poco más plausible. Tras el pacto del 8 de diciembre, la capacidad de maniobra poselectoral del Partido Socialista de Euskadi está cautiva del Partido Popular, pues una eventual coalición con los nacionalistas democráticos queda condicionada a la improbable abjuración ideológica de éstos. Al socialismo vasco, por tanto, sólo le resta escoger, en función del veredicto de las urnas, entre la oposición o un bloque de gobierno españolista con el PP y Unidad Alavesa. ¿Que, a pesar de todo, los socialistas extraen del acuerdo pingües ventajas? Sí, seguramente; pero, ahora mismo, no se me ocurre cuáles. Por lo demás, el flamante pacto de Estado entre los dos grandes partidos españoles avala y confirma en un todo las grandes líneas de la estrategia Aznar-Mayor Oreja ante el escenario vasco. No es sólo que, en su preámbulo, el documento haga suyas la acusación al PNV y EA de complicidad con ETA, la referencia a la autodeterminación como una "imposición" en lugar de un derecho o la exigencia al nacionalismo pacífico de una humillación de Canossa -"el abandono definitivo, mediante ruptura formal, del Pacto de Estella y de los organismos creados por éste"- si quiere recuperar el rango de interlocutor válido. Además, y por ejemplo, el punto 5 del texto se muestra categórico al afirmar: "La legislación penitenciaria ha de aplicarse asegurando el más completo y severo castigo a los condenados por actos terroristas". Ningún resquicio de ductilidad para el caso de una nueva tregua; ninguna alusión, tampoco, al acercamiento de los presos a Euskadi, que el Congreso de los Diputados solicitó dos veces durante la legislatura anterior.

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Pero si la letra del acuerdo es significativa, más lo fueron las glosas y exégesis, la administración del mismo que comenzaron a hacer los dos partidos firmantes antes del impacto del crimen de Terrassa, ya que tales comentarios iluminaban las intenciones y las actitudes con que unos y otros concurrieron a aprobarlo. Entre los socialistas, la justificación inicial del pacto se hizo en clave conciliadora, incluyente y hasta algo acomplejada, con invocaciones a la "generosidad" y a la "comprensión" de los demás grupos, procurando desligarlo de la futura configuración de alianzas de gobierno en Vitoria, tratando de limar del documento las aristas más cortantes para el Partido Nacionalista Vasco, de rebajar su carga ideológica. "En Euskadi no sobra ninguna idea, sólo sobran las pistolas", resumió Pérez Rubalcaba.

Para el Partido Popular y su Gobierno, en cambio, lo bueno del pacto era y es que acentúa el aislamiento del PNV, le corta el escape airoso de una eventual coalición con el PSE-PSOE, le empuja hacia el dilema de la capitulación doctrinal o el salto al vacío y, con todo ello, prefigura o esboza una posible mayoría estatalista en las instituciones autónomas vascas, ese "cambio de rumbo" por el que suspiran al unísono en la calle de Génova y en el palacio de La Moncloa. Uno de sus más celosos paladines, Carlos Iturgáiz, declaraba el pasado domingo en estas mismas páginas que, tras el acuerdo, "los demócratas vascos nos sentimos más reconfortados y aliviados" y que, a partir de aquí, es problema del PNV buscar el "reencuentro con los demócratas", la participación "en un proyecto común con los demócratas" (los subrayados son míos). No hace falta ser miembro de la Real Academia Española para notar el sesgo excluyente de esas palabras, su voluntad de arrojar a los nacionalistas vascos hoy gobernantes a las tinieblas exteriores del totalitarismo.

Con el optimismo y la facundia que le caracterizan, Pasqual Maragall aventuró que el pacto antiterrorista se convertirá en "una bola de nieve". Aznar, Mayor Oreja, Iturgáiz y tutti quanti, sin embargo, lo conciben más bien como un ariete, y lo han cargado ya con el cadáver del concejal de Viladecavalls. La vesania asesina de ETA, por su parte, está dispuesta a seguir proporcionándoles munición argumental.

Joan B. Culla es historiador.

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