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La ciudad inexistente

El lenguaje urbanístico de Sevilla está acuñando una expresión, la ciudad existente, que pareciendo tautológica encierra una enjundiosa verdad. Ciudad no hay más que la que existe, no la que ambicionan los especuladores, por ejemplo. También está la que sueñan los poetas, trazada sobre indicios, conjeturas o deseos. Otra será la que anhelan los ciclistas -ésa más improbable-; o la que frecuentan los enamorados, tan recóndita que sólo ellos conocen, y que apenas necesita de unos retoques en luminosidad, a menos, y de unos acomodos, a más. Pero ciudad, lo que se dice ciudad, es la que está contenida en unos límites más o menos precisos, unas líneas que permiten señalar sobre un mapa: hasta aquí, la urbe; a partir de aquí, los zorros y los buitres, por decir algo.Tiene más miga de lo que parece esto de la ciudad existente. Sobre todo en una aglomeración como Sevilla, acosada por las tensiones de sus depredadores más dilectos, como suelen ser ex políticos metamorfoseados en banqueros, o esos amantes de pacotilla de los que siempre estuvo sobrada la capital de Andalucía, dispuestos a ejecutar en términos sumarios el viejo aforismo de hay amores que matan. Por una de esas pasiones incontroladas, la pequeña burguesía sevillana decidió un buen día emigrar al otro lado del río, al irremediable barrio de Los Remedios, dejando hecha un puro temblor buena parte de la ciudad histórica, esto es, cayéndose a pedazos, pero de tanto amor. También le ayudaron mucho los alcaldillos de Franco, como aquel que autorizó el derribo de varios palacios para colocar en su lugar sendas bombas urbanísticas en forma de grandes almacenes. Y como al grito unánime de "vámonos, que se os cae encima", lo que quedaba de los barrios con solera salió pitando hacia otros arrabales igualmente infames. Así el mismísimo Triana, cuyos creativos y estupendos habitantes fueron forzados, poco a poco, a irse a los polínganos, a los barrios sin más nombre que el espantoso número de sus viviendas. Etcétera. Y así es como quedaron, entremedias, un sinnúmero de espacios semivacíos, caserones en ruina, calles históricas por las que da miedo transitar a la noche, cual bocas de lobos especulativos; o antiguos mercados que tanto cuesta rehabilitar. Y una cosa más importante todavía, a la que me quiero referir hoy principalmente: los colegios. Todos los colegios del centro de Sevilla, que en mala hora se fueron, acuciados por las insaciables arcas de sus respectivos dueños, curas y monjas del más variado pelaje, en una especie de diáspora a lo divino pero en pos de una ganancia terrenal. Nunca más apropiado el adjetivo, pues de terrenos se trata. Y sobre ellos nuevos bancos, nuevos almacenes y nueva miseria capitalista. Una propuesta, en fin, quiero hacerles desde aquí a los nuevos urbanistas de la ciudad, ya que parecen tomarse en serio lo de regenerar la urbe histórica, y habida cuenta de que la modernización de Sevilla ya se hizo con la Expo: que devuelvan al centro sus colegios, pues con ellos, y sólo con ellos, se renueva, como en aquel viejo olmo, la verdadera vida, es decir, la de los niños, cuyo es el futuro.

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