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ELECCIONES 2000

Más caos

La crisis presidencial ha puesto en el primer plano de la actualidad al Tribunal Supremo y a la Constitución de EE UU

Bush, Gore, Bush, Gore... Nadie sabe adónde nos llevará el actual caos presidencial. Por el momento, la diferencia entre Gore y Bush es de 154 votos, o de sólo 500 votos, dependiendo del grupo de cifras que uno prefiera. En todo el país, Gore ganó la votación popular; puede que eso no tenga ninguna relevancia legal, puesto que las elecciones se deciden por los votos electorales, pero aun así, si excluimos a Florida, Gore está también por delante en el voto electoral. Todo el mundo tiene claro que al final habrá un nuevo recuento de las papeletas de Florida; si se pospone hasta meses después del nombramiento de Bush como presidente, y se da una victoria postfacto de Gore, la sentencia del tribunal, si los jueces deciden parar el recuento ahora, quedaría en entredicho. Se consideraría que privaron al electorado de su derecho al voto.El Miami Herald ya ha presentado una demanda para ver las papeletas guardadas bajo llave: Florida, un curioso Estado de lo más básico, repleto de corruptelas y escándalos políticos que nadie había considerado seriamente hasta ahora, es una nueva carnaza muy jugosa para los periodistas. ¿Qué pensará entonces el país? Dejando a un lado los legalismos, éste es el verdadero dilema.

Estos días se habla mucho de que hay una "crisis constitucional", de que el Tribunal Supremo nunca se recuperará después de haber entrado en la arena política. Bueno, eso es como decir que un mal sacerdote implica el fin de Dios. Hay instituciones buenas dirigidas por gente falible. Aun así, los europeos deben preguntarse por qué insistimos en tener en tanta estima a nuestro Tribunal Supremo, casi como si fuera un dios. ¿Por qué sentimos los estadounidenses un respeto casi mítico por nuestra Constitución? Lo hacemos no porque demos mucha importancia a la ley, sino porque hemos tenido una historia diferente, un comienzo diferente al de la mayoría de los países europeos.

No se me ocurre ningún país europeo que naciera en el preciso instante en que surgía su actual forma de gobierno. La Unión Soviética tuvo una historia compleja que precedió al comunismo; Francia, España, Italia, Inglaterra, etcétera, existían mucho antes de su transformación en democracias. Pero nuestro nacimiento como nación, nuestra identidad nacional, está totalmente entrelazada con el nacimiento de nuestra Constitución. En épocas de crisis gubernamental, no tenemos la alternativa de una cultura profunda y antigua en la que apoyarnos. Nuestra Constitución no es una mera colección de leyes, sino que hace las veces de nuestra única historia conocida, nuestra religión, nuestra madre, nuestra madre patria. También sirve para definir nuestra cultura nacional. Así que sentimos por ella la misma admiración que en otros países se reserva a los dioses, a los monarcas y a la propia historia. Siempre he tenido la impresión de que la razón básica por la que Estados Unidos (hasta el nombre suena a documento, no a lugar) nunca se inclinó por el socialismo es que a los estadounidenses nos resulta demasiado amenazador plantearnos un sistema alternativo, no porque fuéramos a perder poder, sino porque perderíamos la prueba de nuestra existencia, de nuestro pasado común. La Constitución otorga a nuestra población de inmigrantes no sólo una serie de derechos, sino algo más importante: una idea viable de sí misma.

Estábamos constituidos por los 13 Estados coloniales originales que se rebelaron contra Gran Bretaña, contra el rey Jorge; desde el principio hubo discrepancias entre los derechos de los Estados y los derechos federales. Esa primera generación de líderes políticos estadounidenses fue probablemente la mejor generación de pensadores que hemos tenido jamás; a diferencia de los marxistas de un siglo posterior, cuya debilidad era el ser utópicos -su pragmático supuesto básico era que la mayoría de los hombres (ciertamente la mayoría de los dirigentes políticos), si se les diera la oportunidad, se volverían corruptos. Los padres no creían en la bondad natural; creían en el inevitable mal que el poder engendra. Su sistema de controles y equilibrios incluía tanto los derechos de los Estados como la ley federal. Y el Tribunal Supremo fue diseñado para reinar por encima de la refriega política.

La lucha entre ley estatal y ley federal, intensificada por nuestra guerra civil, ha estado con nosotros desde entonces. Yo experimenté de primera mano la profunda amargura del Sur durante el periodo de los Derechos Civiles. Mi marido, catedrático de la Facultad de Derecho de Yale, fue enviado a Austin para cambiar la enseñanza del derecho estatal en la Universidad de Tejas por el derecho constitucional de Estados Unidos, un cambio necesario para llevar a cabo la integración de los negros en el sistema de enseñanza.

Nuestra Constitución es un documento poderoso, pero, precisamente porque no hablamos de un dios griego o romano, tiene sus ambigüedades. Sus creadores sólo tenían en mente las necesidades de aquellos 13 Estados rebeldes originales; no tuvieron en cuenta que este país nuevo y joven acabaría colonizando enormes territorios no conquistados: el territorio indio. Por otra parte, ésta es la razón por la que nuestra Constitución es abierta, y por la que, a pesar de los ocasionales vaivenes, siempre estará con nosotros. Al garantizar que todos los hombres nacen iguales, había en ella la base para incluir los derechos de los nativos americanos (indios). Nuestras leyes se basan en interpretaciones, no en normas absolutas: ningún contrato empresarial, ninguna última voluntad o testamento son válidos si van contra la Constitución, que representa el bien común, "la voluntad del pueblo".

En cierto sentido, yo soy hija del derecho: era la ocupación familiar (de los varones). Mi tío, profesor de Derecho Constitucional, trabajó en el gabinete asesor de Roosevelt; mi padre empezó con Woodrow Wilson; mi marido fue profesor de Derecho en Yale y Chicago, etcétera. Y yo veía la televisión con placer mientras su antiguo alumno (Allen Dershowitz) presentaba los principios de su alegato; estoy de acuerdo con Allen Dershowitz en que ésta es una crisis política, no jurídica. Nuestra Constitución es todo lo buena que puede ser, pero los estadounidenses esperamos demasiado de ella. No podemos depender de ella como sustituto de la historia, de la cultura y de la moral personal. Sobreviviremos a esta mezquina crisis política no gracias a una ley determinada, sino gracias a que el país, al contrario que tantos de nuestros podridos políticos, está relativamente tranquilo. Y tiene una asombrosa capacidad de recuperación.

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