La alegría de vivir RAFAEL ARGULLOL
El genial Frenhofer, el protagonista de La obra maestra desconocida de Balzac, es un artista tan obsesionado por la perfección que se encierra los últimos 10 años de su vida con un solo cuadro que debe ser la prueba definitiva de su talento. Al final de la novela, un asombrado Nicolas Poussin, un joven provinciano recién llegado a París en el argumento balzaquiano, asiste a un desenlace del empeño de Frenhofer en el que el fracaso global se combina con el éxito de atrapar lo perfecto en un único fragmento. Para Poussin la aventura del viejo pintor es una lección inolvidable.También debió de serlo para algunos ilustres lectores del relato de Balzac: Giacometti, Rilke, Schönberg. Cézanne se sabía de memoria páginas enteras de La obra maestra desconocida, y Picasso la ilustró profusamente con decenas de dibujos y aguafuertes. No es de extrañar puesto que la "lección de Frenhofer", además de entrañar una hermosa metáfora sobre la vieja tensión entre arte y naturaleza, constituía una sorprendente anticipación de algunos de los mayores conflictos de la pintura vanguardista, incluido el que enfrenta a figuración y abstracción.
Pero quizá el núcleo de esta lección magistralmente enunciada por Balzac sea el enfrentamiento del pintor a su propio proceso creativo. Frenhofer cree que, más allá de la superficie de la realidad, el artista debe ahondar en las capas profundas para liberarlas en la obra del arte. Una creencia que, por consiguiente, no está muy alejada de las distintas convicciones de la vanguardia pictórica que se desarrolla en Europa entre la madurez de Cézanne y la madurez de Picasso.
De hecho, el Frenhofer de Balzac da un paso más hacia el futuro al apuntar que aquella liberación esencial acabaría comprometiendo tanto a la tradición del color, identificada con Venecia (Tiziano, Giorgione, Tintoretto), como a la de la forma, enraizada según él en la pintura septentrional (Durero, Holbein o Rembrandt). De modo misterioso, la "lección de Frenhofer" mediaba entre las aspiraciones de la vanguardia y las herencias indiscutibles.
Un buen capítulo de esta lección -o, más bien, de sus consecuencias- lo encontramos en el efímero fauvismo de principios del siglo XX, recreado en la actual exposición de La Pedrera, Los años fauves, 1904-1908, una estética escasamente homogénea pero que asume contundentemente una encrucijada que une y separa los caminos de la forma y el color.
En primera instancia, los fauves se inclinan por la revolución a través del color, y esto se hace evidente en Derain, Dufy y, especialmente, en Vlaminck. El rechazo a la "impresión óptica" y la audacia en la utilización de colores fuertes contribuyen a fomentar un incendio pictórico situado, en efecto, a la distancia deseada del impresionismo.
Sin embargo, en el caso de Georges Braque los matices son tantos que es difícil encerrarlo en el grupo. Es cierto, por un lado, que también recurre a una cierta pureza del color como instrumento de liberación, pero su talante artístico lo aproxima a Cézanne y, en consecuencia, a una mayor complejidad. En Los años fauves hay dos cuadros de 1906, titulados ambos Paysage de L'Estaque, en los que la intensidad romántica palidece ante la relevancia de la disección estructural de la forma. El cubismo se está poniendo ya de manifiesto, precisamente en el mismo año en el que Picasso ha realizado los estudios de Las señoritas de Aviñón, que tanto desconcertaría y seduciría a Braque.
En cuanto al más determinante de los fauves, Henri Matisse, su fauvismo fue tan peculiar que puede diluirse en un estilo que siempre tiende a la contención. A este respecto las reflexiones escritas por Matisse se hallan siempre alejadas de la violencia de otros fauves: "Sólo el que puede ordenar sus emociones sistemáticamente es un artista". Nada más alejado del emocionalismo de Vlaminck o Derain.
Matisse era, en cierto sentido, un clasicista que tenía también a Cézanne como la autoridad clásica más inmediata. Su influencia era enorme en los años previos a la I Guerra Mundial pero, en alguna medida, Matisse permanecía al margen de sus discípulos explícitos o tácitos. Encabezando a los fauves franceses, su lenguaje tiene poco en común con ellos. Más paradójica es la resonancia de su pintura entre los expresionistas alemanes, cuya impronta trágica y apocalíptica choca con el elegante hedonismo de Matisse, el cual en sus Notas de un pintor (1908) declara: "En lo que sueño es un arte equilibrado, puro y sereno, libre de los temas enfadosos o depresivos".
Si comparamos los cuadros de los expresionistas del grupo El Puente, influido por Matisse, con las grandes obras de éste, La alegría de vivir (1906) por ejemplo, comprobaremos hasta qué punto la "lección de Frenhofer" tomaba direcciones contrarias en el periodo que desembocaría en la Gran Guerra. Matisse fue quizá el más importante liberador del color en esos años decisivos para el rumbo de la pintura europea. Su gusto por el equilibrio y el movimiento le llevarán con posterioridad a la poética casi austera pero tremedamente dinámica que culmina en la capilla de Vence en los últimos años de su vida.
A través de su personaje, Balzac intuyó mucho de los rasgos de la pintura moderna. Y aunque el maestro Frenhofer vivió en el siglo XVII y el destinatario de su hechizo era Poussin, en su taller ya estaban convocados Cézanne, Matisse, Braque y Picasso.
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