Degradación
Sin duda porque nunca lo había practicado, el tenis me parecía un deporte altivo, misterioso, de una inalcanzable belleza circular. Me gustaba todo de él: las formas y los sonidos tanto como el léxico. Me fascinaba en primer lugar la simetría especular de la cancha, la pureza de la red en su función de eje, la superioridad despechada de la silla arbitral. La gestualidad de los jugadores se desplegaba ante mis ojos de niño como una coreografía pendular muy precisa. Que tal derroche de estética se organizara a partir de un elemento tan humilde y volátil como una pelota me parecía algo prodigioso. Por no hablar de los sonidos: el voluptuoso top de la cuerda golpeando la bola, el silencio interminable que seguía antes de que el eco devolviera otro top igualmente señorial, la voz profunda del árbitro cantando un "nada a treinta". De los colores admiraba especialmente la calidez siena de la tierra batida y la displicencia con la cual se permitía teñir las zapatillas blancas. Por aquella época, en los colegios estudiábamos francés, de modo que el inglés utilizado en ese deporte cerraba el círculo de la distancia: palabras como set, match o deuce rubricaban con su seca brevedad una mítica superioridad moral.No sabría decir con exactitud cuándo el jardín de los Finzi-Contini desapareció de mi paisaje de la infancia. En todo caso, la primera vez que vi a John McEnroe discutirle al árbitro una bola dudosa y estrellar la raqueta contra el suelo fui consciente de que algo se había roto para siempre. El fair-play imaginado no era tan impenetrable como había supuesto. Tuve entonces la intuición de que no tardaría en ver tenistas con pantalones tejanos y mal afeitados y llegó Andre Agassi para confirmar mis premoniciones. A partir de ahí ya nada ha vuelto a ser lo mismo: los jugadores llevan camisetas de colores como las que se ponen los turistas en Lloret, visten calzones anchos como si se aprestaran a bailar un rap, recogen sus cabellos con lo primero que encuentran y, encima, les parece bonito. Por no hablar de las mujeres. ¿Se puede ser más hortera que Mary Pierce? ¿Hay modo más eficaz de cargarse el buen gusto que vistiendo como lo hacen las hermanas Venus y Serena Williams? Tanta vulgaridad no podía dejar de pasar al propio juego. Ahí están esos mazazos de saques, con un impúdico marcador anunciando la velocidad a la que viaja la pelota, o esos drives con la raqueta agarrada a dos manos, como si fuera un hacha de aizkolari. Por favor.
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