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Bajo la mirada de Felipe V JOAN B. CULLA I CLARÀ

Si, como asegura el tópico, una imagen vale más que mil palabras, la que en la edición de EL PAÍS del pasado viernes presidía la página 19 vale por un programa, constituye todo un ideario: era la fotografía del presidente del Gobierno, José María Aznar, en trance de pronunciar una conferencia en la Real Academia de la Historia y teniendo sobre su cabeza un retrato de Felipe V. Es claro que ese rey fue el fundador de aquella docta casa, pero en los actuales tiempos de la corrección política y del cuidado exquisito por los aspectos visuales de la vida pública, nadie creerá que, de haberlo deseado, La Moncloa no hubiese podido escoger, como fondo de la comparecencia presidencial, una efigie regia menos connotada, menos polémica, menos impopular en extensos territorios del Estado.Lo más significativo del acto no fue que Aznar quisiera ponerse bajo la advocación de Felipe V, sino que, a la hora de instar la incorporación del PSOE a su proyecto de reconquista político-cultural del País Vasco para España, el presidente escogiese como marco la Real Academia de la Historia; una institución que ha abandonado hace algún tiempo el cultivo de la erudición y de la ciencia para erigirse en fábrica de pólvora españolista, en proveedora de cartuchería argumental al servicio de quienes, desde el Gobierno o fuera de él, explotan la idea de que España está a punto de disgregarse.

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No aludo ya a aquel Informe sobre los textos y cursos de historia en los centros de enseñanza media, tan ruidoso en el diagnóstico como vacío en la fundamentación, que la Academia hizo público el pasado junio. Ahora me refiero al más flamante artefacto salido de los arsenales ideológicos de la casa: al libro España como nación, que acaba de aparecer tras el sello editorial de Planeta y en el cual, con la única excepción de Carlos Seco Serrano, un ramillete de autores entre los que se codean lo linajudo y lo conspicuo ha vertido otros tantos textos transidos de fervor patriótico y de autismo intelectual, pero no de la calidad profesional y de la ponderación que corresponderían a su rango académico.

¿Qué importa que la historiografía europea lleve décadas sosteniendo -cito a Borja de Riquer- "que el concepto contemporáneo de nación no es aplicable a las realidades sociales anteriores al siglo XIX, pues sería un anacronismo"? En las páginas de este libro, Luis Suárez Fernández glosa con genuina emoción nacional-católica una nación española cuasi-eterna, moldeada por la romanidad y la cristianización, poseedora desde el alto medievo de una "misión histórica", de un "ser", de unas "esencias", de una "mentalidad" común, de un destino unitario que los Reyes Católicos no hicieron sino ejecutar. Su colega Antonio Rumeu de Armas remacha el clavo al subrayar el "hispanismo integral de Raimundo Lulio" y, "con el debido rigor científico", formula esta definición digna de Renan: "La nación es una realidad que se constata y se percibe por sí sola".

Ha sido inútil que, a lo largo de los últimos lustros, historiadores como Joaquim Albareda hayan explicado sin ninguna veleidad romántica las causas de la ruptura inicial entre los catalanes y Felipe V y la enorme complejidad de la subsiguiente guerra de Sucesión; que el añorado Ernest Lluch haya documentado los rasgos progresivos de la alternativa austriacista frente al absolutismo borbónico; que -¡hace 27 años!- Pierre Vilar diseccionase la ambigüedad y la polisemia de los términos patria y nación en la Cataluña del XVIII. Tiempo perdido. En el capítulo que aporta al libro de la Academia, Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón reduce la apuesta catalana por el archiduque Carlos a un caso de "traición al soberano legítimo" mezclada con oportunismo, considera los decretos de Nueva Planta -a los que ni siquiera se refiere por su nombre- expresión de una política "beneficiosa para aquellos reinos" y sostiene que, a lo largo del siglo XVIII, "había calado en las conciencias el sentimiento de pertenecer a una patria común, a una nación que se llamaba y se llama España".

¿Y qué decir del singular tratamiento que España como nación hace del plurilingüismo? En el capítulo titulado Las lenguas peninsulares; cuando el castellano se hace español, Álvaro Galmés de la Fuente se limita a ensalzar el triunfal ascenso del castellano al rango de "lengua nacional", "propia de toda la comunidad hispánica", y hasta al de "lengua internacional", "mientras que las lenguas regionales se hallan recluidas en la intimidad de sus fronteras locales, lo que, sin duda, les confiere una especial carga afectiva como lengua entrañable de la vida familiar (...) frente a la frialdad que representa, en ocasiones, la lengua común de la administración o de las relaciones sociales externas".

Otro de los académicos contribuyentes al volumen, José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, escribe enfáticamente: "Sí quiero reprobar con toda mi energía aquel prurito seudointelectual de quienes se complacen en contemplar la propia historia desde talante hipercrítico y masoquista, con ojos que pretenden ser agudos en su mirada hispanofóbica y se quedan en majaderos". En este caso puede estar tranquilo, porque España como nación es una sofocante apoteosis de autocomplacencia acrítica, de arrogancia vacua, de chovinismo retrospectivo, del machadiano "desprecia cuanto ignora", de apologética nacionalista sin el menor sentido del ridículo. Para los lectores de mi generación, sin embargo, recorrer sus páginas produce una ilusión de rejuvenecimiento, porque a ratos uno cree reencontrar sus viejos manuales escolares de la época franquista, y en otros momentos se topa con el apolillado y sedicioso lenguaje del diario El Alcázar en los albores de la transición.

También la semana pasada, dos días antes de acudir a la Academia de la Historia, Aznar declaraba al diario italiano La Repubblica: "No creo que el nacionalismo sea una respuesta a la Europa del siglo XXI. El nacionalismo es una no-respuesta, un retorno al pasado. Y yo, por principio, estoy contra los retornos al pasado". Es tan bonito, que sólo le falta creérselo; y aplicarlo.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia de la UAB.

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