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Tribuna:LA HORMA DE MI SOMBRERO
Tribuna
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El torero y el payaso JOAN DE SAGARRA

El martes al atardecer, mientras tomábamos una copa en el Bauma con Javier Tomeo, llegó con unos amigos Lulú Martorell, la cual me dijo que el viernes a eso de las ocho, en la Casa de Madrid, dentro de una tertulia taurina, haría acto de presencia el matador José Tomás, presentado, al parecer, por Albert Boadella. Le dije a Lulú que José Tomás es (con perdón de Curro) mi torero, que gracias a él he vuelto a la Monumental, después de los años esplendorosos de Chamaco; vamos, que no faltaría. Lulú me aconsejó que fuese a la Casa de Madrid (Ausiàs Marc, 37) una hora antes de comenzar el acto. "El salón de actos es chico y se llena enseguida", me dijo.La hice caso y llegué a las 18.30. Me tomé un whisky en el bar y a las 18.45 nos permitieron, a mi mujer y a mí, el acceso al salón de actos. Tomamos asiento en unas sillas de pinza junto a la puerta que comunicaba con el bar y aguantamos estoicamente, durante 1 hora y 20 minutos (el acto empezó a las 20.10), mientras alguna que otra señora, provista de su particular silla de pinza, bloqueaba las salidas e insultaba al personal. "Yo estoy en mi casa", le oí decir a una de ellas; "sólo faltaría que los que vienen de fuera me echasen". No la echaron. No faltaría más.

A eso de las 20.15 hicieron acto de presencia en la tribuna Albert Boadella, José Tomás (con barba y bigote), Luis María Gibert, responsable de la peña taurina, y Lorenzo Giménez, presidente de la Casa de Madrid. Y empezó el acto. El presidente Giménez, tras agradecer la presencia del torero madrileño y del "catalán universal", quiso hacer extensivo dicho agradecimiento a los "intelectuales, escritores, periodistas, empresarios, tenores y sopranos y artistas en general" que se hallaban presentes en la sala, entre los que el señor presidente quiso hacer una mención especial de "la familia Balañá, al completo". Toda esa parroquia, incluidos los tenores y los/las sopranos, había llegado a las 19.55 y tenía, cómo no, sus asientos reservados. No faltaría más.

Lulú me había dicho que Albert Boadella presentaría a José Tomás, pero lo cierto es que Boadella no sólo no presentó a Tomás, sino que se tiró cerca de una hora hablando del torero madrileño o, lo que es lo mismo, de la poesía, del arte, del rito de la lidia del toro, de la transformación del tempo, del dominio de éste por parte del torero; todo ello amenizado con referencias escolásticas a Beethoven, a Goya (y a Tàpies, pobrecito), a Albinoni, a Cézanne, a Dalí, a Pla, al pasodoble Paquito el chocolatero, a Bach y a la "epidemia provinciana del nacionalismo catalán", ese nacionalismo, dijo, que a la postre no es ni más ni menos que "un accidente sexual".

Boadella se presentó ante el público como "payaso", un payaso con toda su nobleza, la de hacer reír y llorar. Un payaso junto al torero: el cómico y el matador, dos poetas, dos artistas que siguen un ritual viejo y parejo, lejano del espectáculo, de la risa fácil, del jugarse el tipo por jugarse el tipo, etcétera.

El payaso Boadella -que olfateó al público nada más llegar- escondió bajo la mesa los zapatotes de Augusto, se guardó la roja nariz en el bolsillo de la chaqueta y en un santiamén se cubrió el rostro con la máscara de Carablanca, el otro payaso, el que lo completa y, a la postre, lo identifica. Como Carablanca, como catedrático de instituto, intentando con voz de canónigo y retórica persuasiva aunar la muleta con el gesto de la botifarra o del exabrupto, o del pedo teatral, desnudo, preciso y tajante, en su tempo justo, el Carablanca Boadella estuvo estupendo. Más de uno y de dos y de tres y de veintitrés salieron de la Casa de Madrid convencidos de que Boadella no era ya un improvisado catedrático de instituto que maneja con salero cuatro ideas, imágenes elementales, sino todo un académico de la Real Academia de Bellas Artes, un matón, como Ortega, que estaba allí, en el momento, en el tempo preciso, junto al Tancredo barbudo de José Tomás, para fascinarles con su labia.

Pero la fascinación -ese Albinoni, ese adagio que, según Boadella, debe acompañar, aupar o acariciar los pases de José Tomás en la Monumental, en vez del plebeyo e insultante Paquito el chocolatero-, la magia docente, entre el púlpito y el confesionario, de Carablanca, llegó un momento en que dejó paso a la roja nariz de Augusto, a la boca, a su sonrisa de conejo de la fábula, que se abre hasta alcanzar la dimensión de la de un rodaballo de piscifactoría deseoso de soltar su última gracia ante el público de Mercabarna. Y llegado ese momento, Boadella, como vulgarmente se dice, arrasó. Fue el momento en que les confesó a los asistentes al acto que abarrotaban la Casa de Madrid que para Pujol y los suyos hay dos tipos de catalanes: los buenos y los malos. Y que él es de los malos, entre otras razones porque le gustan los toros desde que, siendo un crío, su tío Ignacio lo llevaba a la Monumental. Vamos, que el público deliraba. Como deliró cuando el payaso dijo que de ser él Fausto y de tener que llegar a un pacto con Mefistófeles, en vez de pedirle la eterna juventud -"que me parece algo patético", dijo- a cambio de su alma, le pediría morir siendo un toro, un toro de lidia, toreado y ejecutado por José Tomás, el maestro de Galapagar. Todo un pinyol -Boadella se había vuelto a colocar la máscara de Carablanca- que llegó en el tempo justo, con el ademán, la voz y la mirada del muñeco, de la titella que domina el oficio, el viejo oficio, y que puso en pie al respetable. Mientras, José Tomás lo miraba con cara de Tancredo, no sé si como mira a un toro o a un payaso, a un gran payaso.

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Carmen Secanella

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