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Reportaje:

San Gonzalo y San Martín

"Me tengo que decidir entre Sevilla y Triana y no sé cómo elegir. ¡Ay!, quién pudiera fundir en un perfume menta y canela". Así cantaron Manuel y Lole y así puede que se sienta el que pasa por el puente hecho por Eiffel entre las dos orillas del Guadalquivir. Este puente enlaza el Paseo de Colón con el Altozano y desde aquí sale la calle ancha si no hubiera tanto coche: San Jacinto.Bulliciosa, caótica, acogedora, con tabernas a las que un autor famoso cambió el nombre y los trianeros, tan simpáticos ellos, invitaron al confundido escritor a rectificar in situ. Vía por la que pasan aún toreros y gitanos bailaores.

Sin prisas, disfrutando de la compañía -aquí nadie se siente solo-, se baja hasta llegar a la plaza de San Martín de Porres, fray escoba en el cine. Un lego que en vez de hacerse a sí mismo se hizo santo milagrero. Moreno y popular. Un beato típicamente colonial.

La plaza, a primera vista, no es muy grande pero si el observador se fija bien verá que está partida en tres trozos: uno donde hay una estatua siempre con flores de María Auxiliadora, otro -central y reformado también- en la que saludables ancianos toman el sol y una tercera; allí hay un auténtico milagro: un tiovivo de los de verdad, con sus caballos sonrientes, coches de bomberos provistos de bocina y campana, una locomotora de colores imposibles; todo tan bonito, pulcro y atractivo que hasta el más escéptico tiene tentaciones de coger un trocito de los cacharros. Brillantes, limpios y con la pintura nueva, parecen de caramelo.

Don Luis León lleva administrando este juguete desde hace muchos años. Veinticinco años tiene la última máquina. Es un hombre que pasados los setenta posee una envidiable apariencia: elegante, alto y, sobre todo, de mirada pícara y bondadosa. Feriante de sangre, sus padres lo eran y su hijo Jose Luis piensa seguir en la brecha, es eslabón intermedio de toda una saga. ¿Cuántos niños más o menos felices y en qué circunstancia han visto sus ojos? Ahora tiene menos clientela: "La culpa es de la guardería, antes, cuando no existían, las personas que cuidaban a los chicos tenían que entretenerlos y muchos venían aquí". La verdad es que tiene razón, aunque se olvida de la tele con sus dibujitos.

"No hay más instalaciones como ésta porque el Ayuntamiento no da más licencias. Claro, que cada vez quedan menos espacios abiertos donde se puedan montar y hacer negocio". Mira al precioso tiovivo con auténtico cariño y se despide del interlocutor. Éste lamenta para sus adentros no haber traído un par de docenas de chavales para dejarlos en tan buenas manos mientras sigue su paseo que le conduce inevitablemente al mercado de San Gonzalo. Atrás quedan los pequeños pidiendo subir a los cochecitos con ojos entre miedosos e ilusionados; cogerán su primer volante, montarán en caballos reidores y desde la nube giratoria van a saludar con una sola mano a quien les trajo.

El mercado se parece a otros muchos del mundo: olores, colores, griterío y aglomeración de clientes. Desorganizado, como corresponde al espíritu de la tierra. Párese en un puesto, por ejemplo la frutería de Emilio Álvarez que también ha practicado su oficio durante cuatro décadas. Allí encontrará otro jocoso trianero.

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Dice este comerciante, no sin fundamento, que si ahora se vende menos es porque la gente come poco: las dietas y la flojera de los niños en pelar la fruta junto con los yogures, son enemigos declarados para este analista del descenso de las ventas. "Yo tengo a mis clientes y mi cosecha propia, pero ya no gastan tanto porque dicen que hasta la chirimoya engorda".

Es visita obligada el bar. Lógicamente las mejores tapas, el café más vivificante, los productos fresquísimos están aquí, de primera mano. El de San Gonzalo, para no ser menos, tiene también muchísimos años. Si hace diecisiete que es bar, cuando se arregló la plaza, antes era una verdulería. Lo que ocurrió es que el dueño se lo pensó mejor y puso este otro establecimiento que ahora regentan su hijo y la nuera. Amigos, como no, de todos los que aquí viven y por aquí pasan.

Deténgase, pida su tapa y su cerveza y puede que hable con don Francisco, médico del ambulatorio, bebedor de café con leche al que añade: ¡agua fría!

Hay un tierno vigilante jurado en la plaza: detrás de su madura serenidad, el uniforme, la porra y talante severo, se esconde un poeta que pone tiestos, en Navidades instala un belén y en Semana Santa coloca pasos sin presumir delante de nadie.

Ya es hora de salir del mercado. Otra vez a la vista de la plaza puede ser que nos pase una idea por la cabeza: si llegamos aquí andando por San Jacinto, entramos en San Martín y acabamos en San Gonzalo, ¿qué clase de simbiosis celestial es esta?. Porque ahora salimos de San Gonzalo, cruzamos San Martín y volvemos a San Jacinto.

De vuelta al aire libre no hay más remedio que descansar calentados por el tibio sol del otoño en uno de los bancos donde es fácil pegar la hebra con cualquiera de los jubilados que vienen todos los días. Unos desde la residencia anexa a los cochecitos y otros, como Juan y José, de sus casas.

Los dos recuerdan cuando estaba sin construir la zona de alrededor; las cocheras de los tranvías de lo que da testimonio un tramo, no más de tres metros, de raíl y la hondonada en cuyo fondo se ordeñaba el ganado cuerdo de una vaquería. Allí se cayó un niño una vez, encontrando su trágico destino. Este muchacho, si no hubiera sido por el percance, bien podía ser ahora uno de los señores que toman el sol en estos bancos. Gente clásica, distinta, de fácil contacto, descansando, trabajando en sus quehaceres -hay aquí un puesto de cupones, prensa, chucherías y mercado paralelo con gitanos de casta: cervantinos-, o señoras remolcando el carrito de la compra. Entre todos ayudan a pasar la vida más contento a cualquiera que desee enriquecer su tiempo perdiéndolo sin agobios.

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