Leones en la noche JACINTO ANTÓN
La voz del domador de leones sonó ronca al otro lado de la línea. Y algo tensa. Le imaginé en la jaula, sosteniendo con una mano el móvil mientras con la otra esgrimía el látigo para mantener a raya a sus fieras. Pero no: "Me has pillado en el servicio", confesó Ángel Cristo.Tras un tiempo prudencial reanudamos la conversación. Quisiera hablar de leones, le dije. "Ja, ¿y no de leonas?". Caí en la cuenta de que el domador está acostumbrado a la prensa del corazón y sopesé preguntarle si tenía que pasarles pensión a sus fieras, de las que ha perdido la custodia. Pero no tardé en atascarme en una serie de circunloquios, pensando en la mejor manera de enfocar la cuestión que me había incitado realmente a contactar con él. Pude percibir sus suspicacias ante mis rodeos: al fin y al cabo, sin verme no podía saber qué clase de bicho era yo, lo que es básico para decidir si empleas la doma suave, o sea en pelotage, o la línea dura. Optó por el tanteo: "He pasado media vida con los leones, los he estudiado psicológicamente. Los miro a los ojos y sé lo que piensan . Y ellos saben lo que pienso yo. Tienen su corazoncito y su inteligencia, como todo el mundo". Me decidí y le espeté: ¿Sueña usted con ellos? Se hizo el silencio al otro lado del teléfono. "¿Cómo dices?". Que si sueña con ellos, con los leones. "Claro, hombre, pesadillas, cuando me han atacado. Esto de las fieras es como todo, tienes buenas y malas rachas. Hubo un león, Iván, que me cogió odio, ¿sabes? Y se tiraba a por mí cada vez que me veía, desde 10 metros". Hizo una innecesaria pausa dramática. "Que si sueño... Es como despertar sintiendo que te ha caído la torre Eiffel encima". Animado, le pregunté si conocía el rico simbolismo universal del león y sus correspondencias alquímicas, y si había leído a Jung. Resultó que tenía que dejarme porque le esperaban asuntos urgentes. Lástima, porque íbamos entrando en materia.
Mi pesquisa continuó con un cazador, un gran veterano de África. Jorge de Pallejá, que acababa de explicarme cómo le endosó un tiro con un 475 casi a quemarropa a una leona enorme en Chad, en 1954, levantó una ceja al oír la pregunta y zanjó: "No, jamás he soñado con ellos".
Probé después en el zoo. "Aquí nadie tiene un contacto directo con los leones, ¿sabe?", me desanimaron. La gente que les da de comer, me dijeron, a menudo ni los ve, sólo los oye y los huele.
El caso es que yo llevaba días soñando con leones. Leones grandes, de melenas negras. Leones imponentes que poblaban mis sueños y los cargaban con una pesadez oscura hecha a partes iguales de músculo y amenaza. No atacaban, se limitaban a estar ahí, a seguirme a todas partes por los senderos y los pasillos del sueño. Yo cerraba puertas, tomaba atajos, me escondía. Pero siempre me seguían; silenciosos, omnipresentes, a punto de descargar en mi ámbito doméstico su feroz tempestad de garras y colmillos. Mis noches se habían convertido en un remedo del Tsavo y no sabía por qué.
Se me hacía raro, porque jamás había soñado con leones. No es propio de mi carácter. Insectos y reptiles sí. Pero leones... Una vez soñé con un somormujo y ya me pareció extraordinario.
Buceé en la autobiografía de John Hunter, el gran cazador. El tipo había matado a 18 leones en una sola velada en Kenia, así que si no hallaba respuestas en su libro, al menos encontraría un poco de seguridad. Leí que si uno se concentra en la caza no queda espacio en el espíritu para el miedo, que una hiena atacó al portaescopetas del cazador una noche y salió huyendo con los testículos del hombre en la boca, y que los pigmeos de la selva de Ituri tienen un remedio infalible contra la picadura de la cobra escupidora -que siempre apunta a la cara y te deja ciego-: orinar en los ojos del afectado. Atesoré toda esa información. Di entonces con un pasaje en el que Hunter, refugiado en un árbol después de tirar a bulto contra un león en plena oscuridad, se quedó dormido para despertar con el más horrible de los sueños, en el que imaginaba a los leones que había matado despedazándole. Pero luego salió a cazar rinocerontes y se le pasó. Tampoco parecía exactamente mi caso.
Busqué entonces un personaje más sensible y, tras descartar las memorias de Jungle Larry y las de John S. Clarke, parlamentario, poeta, líder del partido laborista inglés y domador de leones, me hice con una biografía de Laurens van der Post (A walk with a white bushman). Con Van der Post me unen conocidos (luchó junto a Thesiger en Abisinia contra los italianos) y paisajes (estuvo en el desierto líbico y frecuentó mucho el Kalahari). En 1942 cayó en Java prisionero de los japoneses, que le torturaron -en eso nuestras vidas ya divergen; además él ya está muerto-, lo que le sirvió de inspiración para escribir el libro en el que se basó la película de Oshima Merry Christmas, Mr Lawrence. En fin, Van der Post soñó una vez con un león estando en un barco, lo que le causó una gran angustia. El sueño reproducía un ataque real, acontecido años antes, de un león al que tuvieron que meterle, nuestro hombre y su escopetero bosquimano, 27 balas antes de conseguir parar su ataque. Van der Post consultó con Carl Gustav Jung, que era amigo suyo. Y cuando poco después éste explicaba la historia a una tercera persona en el zoo de Zúrich, un león cargó salvajemente contra ellos en ese preciso instante, estrellándose contra las rejas. Al leer ese pasaje y como en un choque en cadena, me sentí conmovido: temblaba y era presa de un extraño anhelo. Cosas de Jung. Empecé a enfocar lo de mis leones de otra manera. Recordé el verso de Blake -que no sólo habló de tigres- acerca de ese territorio onírico "donde la horrible oscuridad está impregnada con los reflejos del deseo".
Finalmente, me he acostumbrado a mis leones. Por la noche paseo entre ellos con la suficiencia de Daniel en el foso, y les voy poniendo nombres. De día hago vida normal y llevo el asunto en secreto, pero me digo que algo debe notárseme. No sé, una prestancia. Un misterio. Al cabo no todo el mundo va por ahí repleto de leones.
Ahora sé que cuando se decidan a atacar no los pararán el látigo, el rifle ni las rejas. Y, sin dejar de tener miedo, espero el momento con una morbosa impaciencia.
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