Judíos, moros y cristianos
Adelantándose al 1984 de Orwell y a su Gran Hermano, sosias del padrecito Stalin, el régimen, fieramente dietético, del generalazo, generalísimo, a través de sus acólitos y esbirros de nómina, se ocupó en borrar del paisaje, rústico y urbano, hasta la última huella de sus antecesores y enemigos.La purga, esta vez incruenta, del callejero madrileño fue exhaustiva y extremada, pero incompleta, como demuestra con su rotunda aunque modesta prestancia la fuente de Cabestreros, rupestre y utilitario artefacto de granito toscamente labrado, obra fechada en 1934 bajo los auspicios de la República, como reivindica una inscripción rehabilitada y repintada recientemente.
Marginada y arrinconada en una mínima pero vital encrucijada del populoso y cosmopolita Lavapiés, la fuente, que hoy corona una bufanda con los colores del Real Madrid, es legítima heredera de aquellas dos fuentes de Cabestreros cuyas aguas "medicinales" daban garantía de virilidad incuestionable a los que de ellas se servían: "Es muy macho porque ha bebido el agua de Cabestreros", decían los castizos, palabra que en Madrid, urbe peculiar y paradójica, se confunde con lo mestizo. Esta bravuconada bautismal de los de Lavapiés generó en su tiempo terciada polémica con los toledanos que mantenían la supremacía de las aguas del Tajo como propiciadoras de la masculinidad rampante, seguramente por su alto contenido en testosterona.
Los cabestreros que dieron nombre a la calle y a la fuente eran tejedores, trenzadores de cabestros, ramales de esparto para las caballerías, para las mulas de los gitanos, tratantes, buhoneros y vendedores ambulantes que acampaban en los aledaños del Rastro, en las corralas de minúsculas habitaciones y grandes patios para las bestias y los carros.
Hasta que en 1492 se les pusieron las cosas feas con el edicto de los católicos reyes y tuvieron que mudar de religión o de país, los judíos madrileños tuvieron su aljama y sinagoga en este laberinto de Lavapiés, o El Avapiés, para no entrar en otra estéril polémica. Quinientos años después, el barrio es refugio de una ascendente comunidad musulmana que convive no siempre en paz y concordia con los restos de la provecta población castiza, con las familias de los mayoristas chinos y otras tribus y clanes de las más diversas procedencias y etnias que no se mezclan, aunque se rozan, y que por regla general no se entienden.
Como fermento aglutinador, empeñado en la tolerancia, la convivencia pacífica y la adaptación, existen asociaciones de vecinos, como La Corrala, que potencian actividades de barrio, imparten cursos de español a extranjeros y se ofrecen como mediadores entre las diferentes comunidades.
La pequeña plaza de Cabestreros es una aberración a dos niveles con escalón central, claustrofóbica zona de juegos infantiles y una sorprendente tribuna de hormigón flanqueando una presunta cancha deportiva. Como un dislate más en el conjunto, cierra la plaza en uno de sus lados una hermosa y modesta ruina de ladrillo con sus ventanales de forja, testigo de un pasado que nunca fue, todo hay que decirlo, mucho mejor que este difícil presente.
En un balcón que da a la menguada plaza, una larga y abigarrada pancarta exige al Ayuntamiento la urgente y prometida rehabilitación. Que rehabilite o que se vaya, sugieren sus ejecutantes insinuando la posibilidad de un Lavapiés independiente, una república vecinal y multiétnica que decidiese sobre sus asuntos en asamblea, una asamblea como la que mantienen ahora en animado corrillo, donde los juegos infantiles, un grupo de varones subsaharianos. Ágora discreta que de vez en cuando deja escapar una carcajada intempestiva que pronto es reprimida.
Hay otros inmigrantes, inmigrantes interiores en Lavapiés, parejas y grupos de jóvenes, inquilinos de pisos presuntamente baratos y seudorrehabilitados, u okupantes de fincas abandonadas. Gente que al margen de conflictos y enfrentamientos prefiere dedicar sus energías a guerrear pacíficamente contra el Ayuntamiento como responsable más visible y cercano de la degradación, de la desidia y de la insidia que reinan en el barrio en particular y en el mundo en general.
En esta microaldea global de Lavapiés conviven marginales voluntarios y marginados involuntarios de la prosperidad. Conviven ahora como lo hicieron a través de los siglos. Barrio de los gitanos y de los castizos, cuna de gitanos castizos afincados en el Rastro, vivero de tipos populares en la casticísima prosa de don Ramón de la Cruz y de don Carlos Arniches. Barrio que inventó el sainete para no hacer una tragedia de su vida agitada y menesterosa.
Barrio de los manolos, que, con los chisperos del Barquillo y los majos de Maravillas, formaron la aguerrida aristocracia de las tribus urbanas del Madrid histórico. Este Madrid es hoy, más que nunca, Babilonia, como la bautizara el clásico, y lo es, sobre todo, en este rincón de los barrios bajos, tan lejos del cielo y de las plegarias e intenciones del serenísimo alcalde de la Villa, mil veces mentado en estas calles cercanas al Mesón de Paredes, cuya rotulación cambiaron hace tiempo anónimos activistas por "Mesón de Parados" trastocando las letras de la placa.
Dio cuenta del cambio en una crónica anterior el que esto escribe y, a los pocos días, celosos funcionarios municipales volvieron a poner las letras como estaban. Suceso que advierte al cronista para ser discreto y no sembrar más pistas.
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