Frente al desánimo
Cunde el desánimo. Si ETA es capaz de matar a Ernest Lluch, tan próximo a los nacionalistas demócratas, es que todo el mundo está en la diana de los terroristas y nadie es capaz de hacerles desistir. Sin embargo, una organización cuyo principal móvil es encontrar nuevos enemigos para seguir matando está condenada: sólo triunfará si no se le hace frente. Y hay muchas razones para que toda la sociedad se una contra ETA, superando querellas partidistas que resultan ridículas frente a la evidencia de que ETA mata a todo el que no se pliega a sus órdenes. A Lluch lo han matado porque era fácil hacerlo: porque cualquiera podía conocer su domicilio, y porque no llevaba escolta. ETA sabía, por supuesto, que había sido ministro y que era militante socialista, pero quizá quienes le eligieron a él como víctima, en competencia con otras personas de similar visibilidad social, ignoraban que era, dentro del PSOE, uno de los más partidarios de tender puentes hacia el nacionalismo; e incluso que fue uno de los inspiradores de la llamada tercera vía, adoptada por Elkarri, asociación en la que había ingresado recientemente, y que ha inspirado algunas de las propuestas recientes de Ibarretxe.
Por ello, no sabemos si le han matado por defender esa aproximación, pero sí que sus esfuerzos en esa dirección no han impedido su asesinato. ETA no discrimina: todos los que no comulguen con sus ruedas de molino son ejecutables. Como en el caso del también socialista Juan María Jáuregui, las posiciones personales favorables a salidas negociadas no son un salvoconducto. En la actual fase de la estrategia (o lo que sea) de ETA, la frontera de la muerte pasa por ser o no ser nacionalista. De momento, porque lo más probable es que algún día vuelva a traspasarla. Como ya hizo en el periodo anterior a la tregua, cuando asesinó a los ertzainas Goikoetxea y Doral, y como intentaron hacer repetidamente con el consejero Atutxa. Por entonces, las sedes y bienes de afiliados nacionalistas eran el objetivo principal del acoso de los encapuchados. Sólo tras los contactos que culminarían en Lizarra cesaron esos ataques. Desde entonces, ETA dirige sus amonestaciones y reproches al PNV, pero mata a los otros; aunque sean tan próximos como Lluch, según recordaron ayer desde el lehendakari hasta la Fundación Sabino Arana.
No sería realista ignorar esa realidad: ETA es una empresa que administra el miedo de los demás; y muchos que personalmente no desean que ETA asesine a nadie, actúan, sin embargo, en función del criterio de evitar ser asesinados ellos mismos, aunque esto suponga hacer o decir cosas que no harían o dirían en otras circunstancias: sin la coacción incesante de ETA y su entorno. El desánimo está, por tanto, justificado, pero no afecta a todos por igual: se reparte de manera tan desigual como el miedo.
Sin embargo, no es cierto que no haya nada que hacer. ETA precisa de un mínimo de legitimidad para justificar su permanencia, y no la puede obtener ya de su actuación violenta. Necesita que otros le transfieran su propia legitimidad asegurando compartir los mismos fines. Ése fue su logro de Lizarra, que ha acabado, tras el fin de la tregua, creando un medio óptimo para la reproducción de la violencia: fuerte inestabilidad política (con Gobierno en minoría); límites imprecisos de la legalidad (superación del Estatuto, Udalbiltza, desobediencia civil); división de los demócratas entre nacionalistas y no nacionalistas.
Son todos ellos problemas que tienen solución, que dependen de decisiones posibles. La dinámica actual de conato de distanciamiento de Lizarra por parte de Ibarretxe, seguido de disparates de Arzalluz que devuelven al PNV al punto de partida, es inaguantable. Hay motivos para pensar que sólo una convocatoria, cuanto antes mejor, de elecciones puede reducir este grado de esquizofrenia. Entretanto, es absurda esa ocurrencia de seguir (ahora sin EH) en Udalbiltza, ideado para acabar con las instituciones autonómicas, a la vez que Ibarretexe inicia el regreso al Estatuto de Gernika.
Pero el asesinato de Ernest Lluch también interpela a los no nacionalistas. Las malas relaciones entre el PP y el PNV no pueden traducirse en una incomunicación entre los gobiernos de Madrid y Vitoria, que a su vez empieza a contaminar fuertemente las relaciones entre el Gobierno y el primer partido de la oposición. El compromiso de no convertir la lucha antiterrorista en campo de batalla política afecta a ambas formaciones, pero obliga en particular al que gobierna. Aznar no puede pretender que la oposición respalde, junto a la actuación antiterrorista del Gobierno, la política vasca del PP; sobre todo cuando la ha convertido en el eje de su política electoral en toda España, e incluso de su política internacional.
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