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El juego

Rosa Montero

Confesaré que, a estas alturas del sainete, la identidad del próximo presidente de Estados Unidos me la refanfinfla. Al principio me incliné ligeramente por el demócrata, más que nada por la repulsiva contumacia matarife que ha desplegado Bush (aunque Gore también es partidario de la pena capital) y porque el republicano ha prometido convertir Estados Unidos en una gran potencia militar, una afirmación espeluznante si tenemos en cuenta que Estados Unidos ya es la potencia más grande de la Tierra. Pero Gore ha caído tan bajo últimamente que ya da igual quien gane. Los vasallos de los grandes imperios siempre han disfrutado de lo lindo en aquellas ocasiones en las que el emperador ha hecho el ridículo. El regocijo ante las meteduras de pata del poderoso es un sentimiento muy humano e incluso muy sano; por eso medio planeta anda tronchado de risa con el culebrón que están protagonizando esos patosos. Lo cual por una parte me parece estupendo, porque es bueno poner en cuestión a los que mandan.

Pero me preocupa el descrédito democrático. Es tal la confusión que algunos creen que, como Gore ha sacado más votos totales, Bush le está robando las elecciones. Olvidan que en Estados Unidos, como en España, los votos no se rentabilizan de manera directa, sino respetando complejos acuerdos. Si esto les parece inadecuado, pueden intentar cambiarlo en el futuro; pero hoy por hoy las normas son así. Lo mismo que las papeletas mariposa: son una chapuza, pero las aprobaron. Quiero decir que el sistema democrático no es más que un inmenso, hermoso, transparente castillo de naipes. Se sostiene en el aire de milagro, no apoyado en la fuerza bruta, sino en el respeto colectivo a la palabra dada; en la aceptación, libre y generosa, de las reglas del juego. Lo importante no son esos pocos cientos de votos que quiere arañar el mezquino Gore, sino el marco común y la voluntad de creer en el sistema. Gracias a esa voluntad, los españoles estamos celebrando 25 años de democracia. Pero la estructura democrática puede ser tan frágil como un espejismo: si no quieres verla, se desvanece. Que no se nos olvide esa fragilidad en la joven España. Por eso, y por una vez, lamento que el imperio esté haciendo el ridículo.

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