_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Comida Frankenstein

Las sospechas sobre la calidad de la comida que ingerimos han regresado al primer plano de la actualidad. Las vacas locas han reaparecido y hemos recordado la siniestra dieta de los animales herbívoros que consumimos: piensos con harinas de origen animal; con frecuencia, despojos y cadáveres enfermos. Un colaborador del programa radiofónico de Josep Cuní resumió así la historia de estas tristes vacas (en mi infancia las vacas reían): "Hemos convertido a los herbírvoros en caníbales". Sin duda, los tejemanejes de la industria alimentaria parecen obra del Doctor Frankenstein.Aunque parezca mentira, el Parlament ya ha tratado estos temas esta misma semana, gracias a una importante intervención de la diputada Carme Valls (PSC-Ciutadans pel Canvi). Es un tópico periodístico considerar que nuestro Parlamento no se preocupa de las cosas que importan. Pero es un tópico incierto. El virtual empate entre derechas e izquierdas y la febril actividad que propugna Maragall han cambiado el clima de la Ciutadella. Las siestas se han acabado. Si el tópico sobre la irrelevancia del Parlament sigue vigente es debido, en parte, a las inercias periodísticas, no menos acomodaticias que las de los políticos. Reporteros y opinadores sólo encuentran apetitosos los temas de buen calibre político. Y calibre tiene, naturalmente, el llamado caso Pallerols, una de esas hemorragias aparentemente tontas que pueden acabar con el enfermo en la UVI. Está claro que el curioso espectáculo de la lenta caída de Unió Democràtica tiene gancho, pero no debería eclipsar otras ceremonias parlamentarias de interés social, como la mencionada intervención de la doctora Valls (una prestigiosa endocrinóloga que, sin abandonar su dedicación profesional ni su labor divulgadora de los problemas médicos de la mujer, ha saltado al ruedo político con la intención de reducir la peligrosa distancia que separa la sociedad de sus representantes). Muy pocas líneas encontré, en los periódicos, dedicadas a su intervención, en la que pidió el máximo esfuerzo en el control oficial de toda la cadena alimentaria. He tenido que conformarme con el boletín cibernético de Ciutadans pel Canvi (www.pelcanvi.com). En ella, Carme Valls dibuja pedagógicamente un completo panorama de los actuales peligros alimentarios. Se trata de un documento que roza el alarmismo, pero que está redactado con un extremo conocimiento de causa y pretende, más que preocupar al personal, estimular el rigor público ante un problema que tiene perfiles tenebrosos y abraza todos los ámbitos: de la calidad de las tierras a la alteración del crecimiento natural de los animales (hormonas, antibióticos), pasando por los piensos y sus trampas de estilo Frankenstein. La doctora Valls recuerda, de entrada, que nuestra comida es hija de la política europea. La carrera de las subvenciones se ha impuesto a la regulación y al estímulo de producciones deficitarias. A ganaderos y agricultores no les queda más remedio que aceptar este marco: por una parte, están obligados a producir determinados alimentos; por otra, deben competir en un contexto de precios de saldo, ya que la producción agropecuaria europea es, como sabemos, excedentaria. No es raro, pues, que la calidad (y consiguientemente la sanidad) esté por los suelos. Después de los últimos escándalos, parece que la esperada Unidad Europea de Control Alimentario empezará a funcionar. No le faltará trabajo. De momento, sabemos que los piensos contienen todo tipo de ingredientes extraños. Están las harinas de origen animal. Pero no hay que olvidar el escándalo de los pollos belgas: por él descubrimos que los piensos también se enriquecen (es un decir) con grasas de origen industrial o con aceites vegetales requemados en anteriores usos (en restaurantes, por ejemplo). Estas grasas generan las famosas dioxinas de las carnes del pollo. Lo mismo sucede con los antibióticos. Los pobres pollos crecen apretujados en granjas. Enfermarían en masa si en su dieta no estuvieran incluidos los antibióticos. La industria cárnica afirma que no está demostrada la relación de los pollos con la resistencia de nuestros microbios a los antibióticos que los médicos nos recetan cuando tenemos alguna infección. Y sin embargo, un estudio de la Generalitat detectó quinolonas (antibiótico que se usa para combatir infecciones de orina) en un 12% de los pollos estudiados. Y Carme Valls se pregunta: ¿es sorprendente que los investigadores Gatell y Xercavins hayan detectado resistencias a las quinolonas en grupos de bebés que nunca (ni ellos ni sus madres) las habían tomado?

El informe de Carme Valls es especialmente interesante cuando habla de los "disruptores endocrinos". Si lo he entendido bien, los "disruptores", procedentes de los subproductos químicos que se usan como plaguicidas y fertilizantes, imitan los efectos de los estrógenos. Una vez ingeridos, alteran el sistema endocrino.

Hasta ahora yo no había concedido mucha credibilidad a las apocalípticas informaciones sobre las carnes estilo Frankenstein y otros monstruos gastronómicos. Con la intervención de Carme Valls, el tema está no sólo sobre las mesas de los eurócratas, sino también sobre el tablero político catalán. Tan frívolo sería favorecer el espíritu hipocondríaco como el espíritu del avestruz. Se paraliza el hipocondríaco, dominado por el miedo a perderlo todo. En su afán de no querer enterarse de nada, el avestruz se detiene y entierra estúpidamente su cabeza. Ambos son metáforas de nuestro tiempo, ambos sufren parálisis: por exceso o por defecto. A veces la libertad, tan cacareada, cabe en un bistec. Se trata de saber si uno puede o no puede zampárselo. La vindicadísima nación catalana, el modernísimo Estado español, la sabia y rica Unión Europea deben poder garantizar el simple y doméstico acto de zamparse un bistec o una lechuga. Sin esta garantía, los derechos mayúsculos y las palabras mayores no son más que consoladores panfletos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_