¿Fumaba Carlos V?
Deambulaba ya el visitante por el tramo final de la exposición titulada La Fiesta. Domingo de un otoño con temblores de oro en los jardines del Alcázar, y una pareja de herrerillos persiguiéndose entre las ramas de un júpiter amedio desnudo. Más atraían éstos al visitante que las penumbras pomposas del Emperador. A fin de cuentas, el Renacimiento nos dejó también, entre sus costumbres perdurables, ésta de contemplar serenamente la naturaleza. Y el espíritu de Andrea Navagiero, el embajador de Venecia que acompañaba al joven Carlos, aún parece percibirse entre estos arrayanes. Seguro que ya entonces (sobre el 10 de marzo de 1526) fraguaba en su mente los argumentos con que convencer a Boscán, días más tarde, en Granada, de las excelencias del soneto "y otras artes de troba" italianos.Pero había que cumplir. Los sevillanos, desde aquello de la Expo, han contraído una especie de inclinación morbosa a cuanto desfile de objetos les pongan por delante, y allá que acuden a los más variopintos reclamos. Acaso les incita un secreto propósito: comprobar que nada es ni será como aquello del 92. Y casi nunca salen defraudados. Tampoco esta ocasión merecía mucho la pena. Rememorar los festejos que precedieron en Sevilla a las bodas de Carlos V no parecía suficiente motivo, habida cuenta de que de todas aquellas tramoyas y fanfarrias no queda en la ciudad prácticamente nada. Un exceso destinado a impresionar al vulgo, pobre vulgo. ¿Para qué, entonces, este despliegue de ahora? ¿Quién lo pagaría?
En ésas cavilaba el visitante, cuando se topó con la clave del enigma. En un panel muy severo figuraba, en destacado lugar, el generoso mecenas del invento: Philip Morris Spain. Caramba, murmuró el visitante, torciendo un poco el gesto. Y una deriva chusca le llevó a preguntarse, en su intimidad más retórica: ¿Fumaba Carlos V? No parece que así fuera, desde luego, pues aseguran los historiadores que el tabaco se propagó en España, es cierto, ya en el siglo XVI, pero sólo entre la gente baja. Probablemente, algunos de aquellos espectadores del buen pueblo sevillano, encandilados por los fastos de la boda imperial (la primera de una larga serie de bodorrios magníficos como en Sevilla han sido) se enganchaban a la nicotina, a ese fino placer deletéreo, para compensarse de los latigazos de la vida. Sin saber que se administraban pura muerte.
Pocos días después, el periódico desplegaba a todo trapo la denuncia. La Unión Europea contra esa firma de venenos, y contra otra del mismo jaez, pertenecientes al nuevo imperio, por presuntas connivencias con el contrabando de tabaco y consiguiente burla de impuestos, en la nada despreciable cantidad de 800.000 millones de pesetas al año, y desde 1992, precisamente. También es mala pata. Pata negra, por demás apéndices de esta extravagante historia, le llaman a la modalidad de tabaco que así esquiva las aduanas de Europa, la misma que empezó a construir Carlos V, eso sí, pero sin fumar.
Malos tiempos para el soneto, pensó el visitante. Por suerte, los herrerillos continuaban dándose caza entre la fronda dorada del jardín.
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