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¿A qué obedece la escalada terrorista?

Fernando Reinares

¿Desde inicios del pasado verano, ETA ha perpetrado una serie de atentados que, por su frecuencia durante ese periodo de tiempo, el carácter inequívocamente letal de los procedimientos utilizados y la amplia diversidad de víctimas ocasionadas, constituyen sin duda una escalada terrorista. Acompañada, eso sí, de una campaña planificada de intimidación política contra vascos significados por sus opciones no nacionalistas y una renovada trama de extorsión mediante la cual obtener recursos económicos con los que autoperpetuarse como banda armada. Pero no es la primera vez, ni en modo alguno la más sobresaliente, que dicha organización terrorista incrementa de manera tan rápida el repertorio de violencia que le es propio o extiende súbitamente el potencial letal de sus actividades. Ya lo hizo, siempre de manera transitoria, a finales de los setenta, mediada la década de los ochenta y apenas iniciados los noventa. En 1978, por ejemplo, se multiplicaron por seis respecto a los dos años de incierto posfranquismo transcurridos hasta entonces, tanto sus acciones terroristas con resultado de víctimas mortales como el número mismo de estas últimas, una dramática pauta que se mantuvo en progresión creciente hasta 1980, cuando fueron casi cien los ciudadanos de muy variada condición fallecidos como resultado de unos setenta atentados. Entonces, los dirigentes etarras trataban de condicionar el proceso de democratización en un contexto de inestabilidad institucional y relativa debilidad gubernamental, que era percibido como favorable para la coactiva imposición de sus objetivos políticos independentistas.Durante la década de los ochenta, el terrorismo de ETA se redujo a niveles sensiblemente inferiores respecto de los conocidos en el periodo de la transición democrática, una tendencia acentuada todavía más a lo largo de los noventa, en consonancia con el paulatino declive de la organización armada clandestina. Pese a ello, se registraron sendas escaladas terroristas, de menor entidad y duración que la anteriormente aludida. Una primera, entre 1986 y 1987, en buena medida como reacción a los asesinatos cometidos contra militantes y colaboradores de la banda armada independentista, sobre todo en el territorio francés, donde se localizaba su santuario, por mercenarios que practicaban una violencia igualmente terrorista, pero bajo las siglas de los GAL. La segunda, desde 1990, tras haber concluido sin resultados positivos las conversaciones mantenidas un año antes en Argel por interlocutores de ETA y enviados del Gobierno español, hasta entrado 1992, cuando distintas ciudades españolas acogieron acontecimientos de la máxima relevancia internacional, como los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal. Ambas escaladas destacan no tanto por un incremento temporal en la frecuencia de la actividad terrorista como por el carácter altamente indiscriminado de los atentados entonces ocurridos. Ello fue debido al uso preferente de artefactos explosivos con alto potencial destructivo y colocados en zonas urbanas muy concurridas, lo que denotaba tanto innovación táctica en los dispositivos letales utilizados como una menor inhibición de los terroristas ante la muerte de cualesquiera personas circunstantes.

Pero, ¿a qué se debe la actual escalada de violencia? Aunque se trata de una opción siempre atractiva para una organización terrorista, es consecuencia de factores endógenos y exógenos a la misma. Entre los factores exógenos se encuentra, en primer lugar, la frustración que entre los dirigentes de ETA y buena parte de sus militantes ha producido el fracaso de las elevadas expectativas creadas con el Pacto de Estella. Tanto los nacionalistas llamados moderados como el nacionalismo vasco radical en su conjunto se alinearon, en base a planteamientos fundamentalmente etnicistas, con el convencimiento de que dicho acuerdo iba a producir una sinergia soberanista capaz de desbordar la legalidad del marco estatutario, deslegitimar las instituciones autonómicas y plantear al Gobierno central un severo problema de gobernabilidad. Sin embargo, muy lejos de lo anticipado por los promotores de esta estrategia, la intensidad del conflicto entre nacionalistas y constitucionalistas ha aumentado, aunque en detrimento de los primeros, que han perdido importantes parcelas de poder y buena parte de su hegemonía sobre la sociedad civil. De hecho, la población vasca ha manifestado durante estos dos últimos años, quizá como nunca antes, la pluralidad social, política y cultural que le es inherente, incluyendo la expresión de distintas identidades nacionales, aceptadas por la mayoría de los ciudadanos vascos más como compatibles que como excluyentes. Esta circunstancia contribuye a impedir que el conflicto entre nacionalistas y constitucionalistas, pese a haber adquirido mayor intensidad, alcance el grado de polarización que a mi jucio pretende un segmento de la élite política vasca, más empeñado en la construcción excluyente y racial de una patria imaginada que en establecer una comunidad integradora, tolerante y multicultural.

Que los pistoleros de ETA reiniciaran sus actividades terroristas y estén ahora inmersos en una sangrienta escalada denota, asimismo, la ausencia efectiva de liderazgo político en Herri Batasuna, que, tras algunas tentativas por conducirse con cierta autonomía en sus relaciones con otros partidos políticos vascos, ha terminado por aceptar una sumisión incondicional a las directrices de quienes depositan todas sus facultades para influir sobre el poder en las municiones y los explosivos. Pero el segundo de los factores exógenos que explican el incremento temporal de la violencia, estrechamente relacionado con el ya aludido, tiene que ver con el intento de debilitar severamente al Gobierno central y condicionar su agenda política, una vez menoscabado ya el Ejecutivo vasco, a fin de extraer concesiones que satisfagan algunos propósitos de la organización terrorista. Para ello, los dirigentes etarras están tratando de utilizar una técnica de propaganda subversiva conocida como transferencia de culpabilidad. Aspiran a que, una vez diseminado el miedo por gran parte de la geografía española e inoculada la ansiedad en distintos sectores sociales, las gentes se sientan tan inseguras como para responsabilizar a las autoridades por la situación, en lugar de atribuir la culpa directa y exclusivamente a quienes aterrorizan. Pero, por el momento, este procedimiento no está dando los resultados deseados por sus urdidores y la reacción popular contra ETA resulta a la par contenida e inequívoca, gracias tanto a la cultura cívica de los españoles como al mensaje que transmiten los principales medios de comunicación y a las asociaciones que, dentro y fuera del País Vasco, promueven de manera reiterada unas ejemplares movilizaciones ciudadanas.

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Respecto a los factores endógenos que propician la actual escalada terrorista, es preciso aludir, ante todo, a las ideologías de la violencia existentes en ETA. Por una parte, la de un etnonacionalismo totalitario y expansionista. Por otra, la de carácter intrínseco, que hace del comportamiento agresivo un verdadero estilo de vida para buena parte de los militantes y la práctica totalidad de los dirigentes. Estos últimos están particularmente interesados en consolidar las posiciones de dominio recientemente adquiridas demostrando control sobre el repertorio de actividades en que está especializada la organización terrorista y determinación para hacer un uso notorio del mismo. Con ello pretenden asegurarse la cohesión interna de la banda armada y afirmar su liderazgo sobre el sector nacionalista radical, operando además como variable invalidante de las iniciativas que, en un sentido contrario a los designios del directorio etarra, pudieran adoptarse desde los sectores más cívicos del nacionalismo moderado. Sin embargo, llama especialmente la atención que quienes deciden la estrategia de ETA hayan optado por una escalada terrorista diseñada en función del Gobierno central, al que consideran su principal adversario, y de una militancia a la cual desean mantener en actitudes de lealtad acrítica, desconsiderando las reacciones de esa población en cuyo nombre proclaman desarrollar sus actividades. Este desprecio elitista y antidemocrático de la sociedad vasca, que en su inmensa mayoría rechaza el terrorismo, es uno de los indicadores que anuncian, más a corto que a medio plazo, el final de ETA. Sus dirigentes lo saben hace tiempo y lo tienen aún más claro desde hace un año. Por eso, en la actual escalada terrorista hay también, aunque no lo parezca, un componente de desesperación.

Fernando Reinares es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Burgos.

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