El embrollo americano
El ajustado resultado de las elecciones presidenciales en Estados Unidos ha puesto al descubierto deficiencias y anacronismos de los que adolece el, por otra parte, acreditado sistema electoral norteamericano. No es la primera vez que salen a la superficie, pero la situación electoral creada tras el 7 de noviembre los ha colocado bajo la mirada del mundo entero. Sea Bush o sea Al Gore el vencedor, gran parte de su futura tarea presidencial deberá dedicarla a impulsar la reforma de un sistema electoral que, aunque sólo haya sido por una vez en sus más de 200 años de existencia, se ha revelado incapaz de expresar con claridad la voluntad del pueblo norteamericano. La senadora electa por el Estado de Nueva York, Hillary Clinton, ya ha avanzado su predisposición a apoyar cualquier reforma constitucional que se proponga abolir ese ente intermedio llamado Colegio Electoral, concebido en sus orígenes para proteger al Estado de una mayoría tiránica, pero que ahora se ha convertido más bien en instrumento de distorsión de la libre voluntad de sus ciudadanos.Pero lo urgente ahora es resolver el embrollo y acabar con la incertidumbre sobre el nombre del presidente electo de EE UU. Esta situación, que en cualquier país democrático sería preocupante, tiene un extraordinario impacto mundial cuando se trata de la primera y única superpotencia del planeta. Las primeras ondas de ese impacto ya han comenzado a percibirse en el mundo bursátil y financiero. Tampoco a la democracia norteamericana le interesa prolongar una situación que pone en cuestión la credibilidad de su sistema y que da pábulo a chistes tan chuscos como los de Cuba poniendo como ejemplo su sistema electoral de partido único.
Nada tiene de extraño que con un resultado tan igualado la batalla por los votos se mantenga hasta que termine el recuento de la última de las papeletas. Es difícil de digerir para Al Gore la pérdida de los 25 votos electorales de Florida, y de paso, la presidencia de EE UU, por sólo 327 papeletas, cuando en el ámbito federal supera a Bush en más de 150.000 votos. Y es comprensible que su resistencia a admitir la victoria de Bush se acentúe ante los interrogantes que plantea la atribución a este último en el primer recuento oficial de unos 1.500 votos que en el segundo recuento se ha comprobado que no son suyos. Pero la batalla por el voto por parte de los dos candidatos y de sus correspondientes partidos debería detenerse en el umbral de los tribunales. Los republicanos han dado un paso peligroso en esa dirección al reclamar a la justicia que prohíba el recuento manual de las papeletas de voto emitidas en cuatro condados de Florida, como solicitan los demócratas.
Éste es un momento que exige a los dos grandes partidos políticos de Estados Unidos estar a la altura de las insólitas circunstancias que se viven. Demócratas y republicanos deben ser capaces de encontrar un punto de consenso que permita la proclamación de un presidente libre de la menor sombra de ilegitimidad. Para ello es preciso que los dos partidos pongan de común acuerdo un límite a los sucesivos recuentos de votos. El recuento manual en los cuatro condados de Florida en los que las sospechas de irregularidades han sido mayores parece un punto adecuado para establecer ese límite. La sugerencia de algunos republicanos de proponer nuevos recuentos en otros Estados parece más un acto de revanchismo que de justicia. Entre otras razones, porque en ningún otro Estado la diferencia ha sido tan estrecha y tan decisiva como en Florida. Ambos candidatos deberían asumir públicamente el compromiso de que ese último y definitivo recuento manual sería inapelable.
Mientras ese recuento se lleva a cabo, los ciudadanos, como ha dicho el presidente Clinton, deben tener paciencia y confianza en el rigor democrático de su sistema, y los candidatos deben contribuir al clima de serenidad que permita esperar un resultado definitivo en esas condiciones. Todo con el propósito de que el nombre del próximo presidente de Estados Unidos salga, efectivamente, de las urnas, no de los tribunales. Que investiguen los tribunales, si procede y si hay, como es el caso, ciudadanos que consideran lesionado su derecho de voto, pero la presidencia de EE UU no puede depender, en última instancia, de una decisión judicial y de la mejor o peor estrategia de una cohorte de abogados.
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