Más de lo mismo
En Apostillas de un inocente (4-10-2000), Aranzadi replica a mi artículo Por el fin de la inocencia (18-9-2000) con taza y media de lo ya dicho en Conmigo o contra mí (6-9-2000). Sostiene que, siendo tan importante como el éxito policial romper las condiciones de reproducción de ETA, hay que aceptar el soberanismo y no oponerlo al constitucionalismo. Pero confunde soberanismo con independentismo, lo que vicia su análisis. Aunque en la jerga nacionalista sea difícil saber qué significa qué, parto de que el independentismo defiende la independencia, y el soberanismo, un mecanismo de decisión propio. La independencia es una opción finalista sobre la relación con el resto de España, como el Estatuto; la soberanía, al menos desde Lizarra, una opción procedimental, determinar tal relación desde el ámbito vasco. Las dos son legítimamente defendibles, pero inmediatamente inaplicables. Ambas podrían obtenerse vía reforma constitucional, pero el nacionalismo vasco, que no podía aplicar por su cuenta la primera, decidió hacerlo con la segunda. Algo que PNV y EA no habían dicho a sus electores y que esperan aceptemos todos sin mediar reforma alguna -una lección de democracia-. La Constitución se opone a esto no como "horizonte político irrebasable", que no lo es, sino en cuanto procedimiento inicial irrenunciable. Lo contrario es la confrontación que los radicales propician y los moderados agitan frente al resto de España. La salida del aparente círculo vicioso -que se repetiría si alguien quisiera segregarse de una hipotética Euskadi independiente- es ir a las urnas como independentista con claridad, ganar con suficiencia y consistencia y, luego, hablar del resto.Al confundirlo con el soberanismo, Aranzadi cree que, en Lizarra, PNV y EA apenas retomaron su viejo independentismo, a cambio de la tregua, en un pacto que sólo comprometía a las partes: un final feliz por un poco de farándula. Pero fue al contrario: su giro soberanista, aún vigente, comprometió las reglas aceptadas y a todos los que convivimos en ellas. ETA, por su parte, pasó de una guerra de guerrillas solitaria y fútil a una prometedora guerra de posiciones frentista y de la vía militar sin éxito a una estrategia de doble poder basada en instituciones alternativas. "La novedad de Lizarra" sería que "ETA se limitó a negociar con el PNV y EA la estrategia política de los nacionalistas, y ni siquiera llegó a plantear unos puntos mínimos de negociación con el Gobierno. Lo cual marca ya de modo definitivo para el futuro el límite máximo de lo que ETA puede aspirar a lograr con la "lucha armada". Es difícil reunir más errores. Primero, basta leer el punto tres de Lizarra, que prevé una negociación "al principio entre próximos pero diferentes, más tarde entre contrarios y por fin entre enemigos", reservando al Gobierno los encuentros en la tercera fase. Segundo, ese frente soberanista supera lo que ETA había conseguido en decenios, y más con la piñata que siguió: periodo de gracia para EH, Udalbiltza, catarsis en torno a los kurdos... Y tercero, ese límite máximo era y es mayor que cero y, por tanto, un plus por dejar las armas; o sea, por haberlas empuñado.
Según Aranzadi, no hay que culpar al PNV por las decisiones de ETA, ya que ésta es autónoma, incluso autista, y prevenir su reproducción pasa por no estigmatizar al soberanismo. Pero "autismo" es lo contrario que dependencia de unas "condiciones". Una cosa es la circularidad sectaria del discurso etarra o su interés en perpetuarse y otra que no miren ni vean alrededor. ETA no es la RAF (Baader-Meinhof), aislada y fácil de desarticular. Como organización clandestina de envergadura, depende para respirar de círculos concéntricos de colaboradores, simpatizantes, equidistantes e indiferentes, lo cual la hace muy sensible a la opinión y la movilización ciudadanas. Pues bien: ésas son las condiciones de su reproducción, y acabar con ellas supone reprimir a los colaboradores, rechazar a los simpatizantes, agitar a los indiferentes y equidistantes y movilizar a los contrarios.
Pese a su autismo, ETA florecería en el mundo de HB, "una microsociedad cerrada, totalitaria y violenta, rabiosamente independentista", a la que Aranzadi quiere reinsertar "en un bloque abertzale soberanista, pacífico y democrático" encabezado, cómo no, por el PNV. Pero resulta que el soberanismo no es democrático, y que, como ruptura de las reglas comunes, pago al terrorismo y camino de confrontación, estaba llamado a dar pábulo a ETA, como así ha sido. Por otra parte, la idea de microsociedad me merece las mismas reservas que la de autismo. No dudo del enclaustramiento del submundo abertzale, pero no es una aldea perdida, sino una red transversal formada por quienes también son parte de familias, iglesias, escuelas, oficinas, sindicatos...; en suma, de la sociedad. Y no es un secreto que sobran familismo amoral, curas equidistantes, educadores que no ven, compañeros que no miran, ciudadanos que no saben, intelectuales que no hablan... cuando se está negando lo esencial: la vida.
Y así llegamos a lo más sorprendente: el terrorismo como "criminalidad privada" de la que "ningún ciudadano honrado y pacífico es responsable". ¡Acabáramos! Aranzadi califica así el terrorismo etarra por oposición al de los GAL, "moralmente mucho más envilecedor y corruptor para los ciudadanos", ya que "el terrorismo ejercido por un Estado que se presume representante de los ciudadanos convierte a éstos en responsables del mismo". Pero, por más que repugnen, los GAL ni fueron simple terrorismo, sino contraterrorismo, ni fueron de Estado, sino desde el Estado. No se consultó a la ciudadanía, luego no pudieron envilecer sino a quien realizara o aprobara sus acciones o, conociéndolas, no intentara impedirlas -y el PSOE pagó el precio-. El terrorismo etarra, por su parte, es decididamente público, no porque rompa las normas de la sociedad o mate a sus representantes, ni porque ataque a una parte de ella y amenace al resto, sino porque va para 40 años que afirma hacerlo en nombre de una colectividad (el pueblo vasco) y de un proyecto político. Les dice: "Yo mato por y para ti". Y no basta argumentar ante las víctimas: "Yo no se lo pedí". Ni ante los verdugos: "Tú sabrás". Hay, más bien, que hacer algo: la policía, con los medios legales a su disposición, y la sociedad, con los argumentos y medios de expresión a su alcance. Por eso urge tanto dejar de legitimar la (des)lealtad a dos señores del nacionalismo moderado (¡a qué tenemos que llamar moderado!) como dejar de creer que, por no militar en ETA o no votar a HB-EH, no tenemos responsabilidad alguna por sus actos.
Por mi parte, si Aranzadi me lee con más atención y menos perplejidad verá que no defiendo la primera ETA, ni los GAL, ni la pena de muerte, pero eso no me impide verlas como respuestas violentas a la violencia, más explicables que frente a la paz y la democracia. Una consecuencia: había que amnistiar a ETA en la transición, pero ha de descartarse de plano hoy, acabe como acabe. En todo caso, aquéllos son ya problemas lejanos, mientras que la dialéctica soberanismo-terrorismo es un problema inmediato. Lo que hago es negar a ETA incluso el ápice de legitimidad que veo implícito en considerar sus crímenes como medios al servicio de unos fines y condenar la dosis de eficacia que creo supuso el logro de un frente y un gobierno soberanistas al margen de las urnas, dos cosas en las que han fallado el nacionalismo pacífico y muchos de sus intérpretes.
Mariano Fernández Enguita, actualmente en la London School of Economics, es catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca.
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