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¿Amarga victoria o dulce derrota para Clinton?

El presidente se dedicó a hacer campaña para su esposa al verse rechazado por los demócratas, que temían dañar la imagen de Gore

"Ningún americano podrá decir jamás: mi voto no vale nada", declaró ayer el presidente saliente, Bill Clinton, mientras se producía el segundo recuento de votos en el Estado de Florida. Horas antes, al anunciarse oficialmente el resultado de las elecciones al Senado por el estado de Nueva York, en las que su mujer, Hillary, obtuvo una resonante victoria al derrotar al aspirante demócrata, Rick Lazio, por un rotundo 55-43 del voto popular, aseguró: "Soy el primer presidente con una mujer senadora y estoy encantado". Pero el triunfo de Hillary no le bastará para sentirse vindicado ante el país si su vicepresidente y candidato demócrata, Al Gore, no le sucede en la Casa Blanca.Según los estudiosos de su presidencia, Clinton quería coronar su mandato con un rotundo tres a cero. El triplete consistía en colocar a su vicepresidente en la Casa Blanca, devolver a los demócratas el control de ambas Cámaras del Congreso y colocar a su mujer en uno de los clubes más selectos del país, el Senado de Washington. Hasta ahora, sólo ha conseguido el tercero de los objetivos. ¿Será suficiente para colmar su obsesión permanente de reivindicarse ante la ciudadanía tras el procesamiento a que fue sometido por el Congreso por perjurio y obstrucción a la justicia en el caso Lewsinky? Porque la realidad es que, como demuestran los antecedentes de anteriores presidencias, la prosperidad económica per se no constituye motivo suficiente para dejar lo que Clinton ansía sobre todo, un legado histórico a la nación.

Clinton podría ser recordado como el inventor de la Tercera Vía y su impulsor, a la que se han apuntado varios líderes europeos. Pero el término es demasiado etéreo para ser mencionado en los libros de Historia. Después de todo, son varios los presidentes que han intentado centrar a sus partidos. Pero a Clinton se le resisten las grandes realizaciones, ésas que realmente hacen historia, como el New Deal de Franklin D. Roosevelt o la Great Society de Lyndon B. Johnson. El 42º presidente de Estados Unidos teme que le pueda ocurrir lo que a Nixon, recordado más por el Watergate que por los logros que protagonizó en política exterior, como el establecimiento de relaciones con la China comunista y la firma del primer tratado de limitación de armas nucleares con la Unión Soviética, el ABM de 1972.

De ahí su loable insistencia en conseguir por todos los medios, antes de dejar el Despacho Oval en enero, un acuerdo de paz en Oriente Próximo -hoy, precisamente, se reanudan las conversaciones con Yasir Arafat y Ehud Barah en Washington-, incluso a costa de organizar reuniones prematuras como la última de Camp David. Para él, eso inscribiría su nombre con letras de oro en los futuros libros de Historia.

Colocar a Gore en la Casa Blanca como su sucesor era parte importante de su estrategia. Los votos de Florida tienen la palabra. Si Gore no consigue los 25 compromisarios del Estado, Clinton no habrá conseguido su objetivo principal y podrá mascullar en privado todo tipo de imprecaciones contra su vicepresidente. A fin de cuentas, ha sido precisamente Gore quién le ha recluido en la Casa Blanca impidiéndole hacer campaña electoral a su favor y relegándole, nada menos que a él, el propagandista más efectivo del país, a la monotonía de la recaudación de fondos.

Clinton dejó traslucir sus frustración y sus sentimientos con una declaración la última semana de campaña que le salió del alma: "Gore es la segunda mejor opción" (naturalmente, después de la suya), afirmó para consternación del cuartel general del candidato demócrata. Como se ha demostrado en la batalla por Nueva York, y sin quitarle méritos electorales a Hillary, que se ha ganado el escaño a pulso, la primera dama ha ganado el Estado de la Gran Manzana, principalmente, por la participación masiva en la votación de negros e hispanos, dos sectores que adoran a Clinton. Sin su ayuda, Hillary no habría conseguido una votación tan contundente. Y lo mismo se puede decir a escala nacional. Si Gore se apunta el voto popular se lo deberá, principalmente, a la movilización del voto de las minorías promovido por su jefe.

Lo que queda por demostrar es el posible daño que hubiera causado a la candidatura de Gore una aparición conjunta masiva con Clinton a lo largo y ancho del país. El vicepresidente no hubiera podido entonces afirmar que era "su propio hombre", como prometió en la Convención de Los Ángeles, y se hubiera convertido, simplemente, en la sombra de Clinton.

Gore, muy posiblemente por consejo familiar, ha pensado que hay compañías peligrosas que es mejor evitar. La relación entre presidente y vicepresidente no ha sido precisamente fluida desde el caso Lewinsky. Por ejemplo, salvo para asistir a una reunión del Consejo de Seguridad Nacional el mes pasado, Gore no había pisado la Casa Blanca desde finales de junio.

Lo que es evidente es que Clinton deja un país mucho más polarizado que el que encontró cuando truncó con su victoria las esperanzas de reelección de George Bush padre en 1992. Como señalaban ayer los principales periódicos estadounidenses, esta elección ha puesto de relieve una división del país en dos mitades, una consecuencia nada corriente en Estados Unidos, donde los partidos se solapan muchas veces y se habla de algo tan inconcebible en Europa, como por ejemplo, los republicanos casi demócratas y los demócratas casi republicanos.

Clinton, eso sí, puede darse una satisfacción personal. Dos de sus Némesis desde el caso Lewinsky, el diputado republicano por California, James Rogan, y el senador del mismo partido por Florida, Bill McCollum, que se distinguieron por llevar la voz cantante durante el impeachement, han perdido sus respectivos escaños. Dulce venganza.

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