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Tribuna
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Retirada

Cada vez que un hombre desaparece, arrastra con él hacia la nada todo ese orbe de entusiasmos, enigmas, odios y esperanzas que le tuvo por protagonista. Miramos perplejos cómo se borra su estela en el agua y sentimos que algo se desdibuja también en nuestro interior, que un pedazo de nuestra alma correspondía al hombre desaparecido y que lo reclamó al marcharse. Nos puede suceder con cualquiera, no necesariamente con quien ocupó un lugar de importancia en nuestra amistad o nuestro insomnio: la persona que nos despachaba cada mañana el periódico desde el mostrador del quiosco, el conductor del autobús que subía la radio en los atascos, el macilento desconocido que sacaba a mear al perro siempre que nos despedíamos de un amigo en el portal del edificio. A primera vista no significan nada, y nos parecía que el universo podía prescindir perfectamente de esos figurantes menores que sólo encontraba el aburrimiento cuando carecía de nada mejor en lo que pensar: pero nos engañábamos, porque aun con su minúsculo tamaño ocupaban resquicios de importancia en nuestra memoria, rellenando las grietas de una esfera armilar que de otro modo no hubiera sido redonda y perfecta. Es por esto que a veces derrumban una vieja casa en una calle que transitamos con frecuencia y sentimos que jamás seremos capaces de recordar cierto verso, de encontrar la belleza de un paisaje traspapelado.Se marchó Anguita y se llevó con él esa extraña nube de admiración e impaciencia que sabía despertar. La desaparición no es un requisito indispensable para la añoranza: a veces basta con levantarse de un sillón, cerrar un micrófono, decir adiós desde la portada de una revista o agachar la cabeza ante un ministro que da la mano. Ahora se marcha Curro Romero y por unas horas el mundo es más imperfecto, las desconchaduras de las paredes resultan más visibles, dudamos de los resultados de las sumas y las restas. En mi vida personal, la importancia de Curro Romero se reducía a cero, pero así y con todo en el momento de enterarme de la noticia percibí que afectaba de algún modo oculto al equilibrio de las cosas. A partir de entonces ciertas conversaciones folclóricas se desinflarían notablemente, la casa del padre de una amiga mía, surcada de viriles pinturas y carteles, se haría más angosta y perdería color. En cierto bar que visito los viernes por la noche, un pésimo sosias al óleo de Curro se arrodilla y mantea a un toro inmóvil; siempre se me antojó, al contemplarlo, que me hallaba ante el altar de un lar todopoderoso, que velaba con su silencio a los pacientes borrachos que se acodaban contra la barra. En Sevilla, parece difícil no pensar en Curro Romero aun cuando, como para mí, ni él en particular ni la tauromaquia en general constituyan objetos predilectos para emociones o pensamientos. La Sevilla del turismo a la que esta ciudad en que vivimos se esfuerza por parecerse, habrá sufrido de manera ostensible con la retirada del maestro: esa criatura hiperbólica que triunfaba y corría, ese numen algo cómico que llenaba por igual las plazas y los casinos y cosechaba pitos y aplausos parecía un embajador adecuado para nuestra Sevilla de santos exagerados, de héroes y mártires, de retórica grandilocuente. Hoy sí que Sevilla está más muerta, es más fósil, más increíble y obsoleta: ha perdido uno de los espejos en que se miraba.

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