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El parecido

Todo es empezar, con la petulancia de considerarnos el origen, la medida y la razón de todas las cosas, especialmente las inexplicables. Nos tenemos por el centro, el ombligo, la referencia del universo donde habitamos una minúscula parcela, y si no fuera por esa presunción habría para volverse locos, los astrónomos en primer lugar. El Sol, la Luna y las otras estrellas están justificados por la costosa escenografía puesta a nuestro servicio y para dar trabajo en la NASA. Aunque, ¿a cuento de qué saber lo que hay en los agujeros negros si de los viajes a la Luna sacamos la conclusión de que parecen trozos de lo que será Almería dentro de 200 años? Lo más perenne que conocemos, hasta cierto punto, es a nosotros mismos, dicho sea sin ofender a nadie. Hay similitud entre el feroz guerrero del Gengis Jahn y los hinchas de algunos equipos ingleses (hooligang, la banda de Hooly); también reconocemos parentesco entre los restos cavernícolas que se encuentran cerca del cauce del Manzanares y el petimetre a la violeta vecino de Larra. Quizá sea mayor la distancia entre lo que ahora somos y la criatura que triscaba por el Campo de las Calaveras en tiempos de la anterior monarquía.Por benévola que haya sido la naturaleza, es imposible relacionar el aspecto de un niño con el del anciano, ni traspasar un rostro infantil sobre las ultrajadas facciones del octogenario. Llegamos al mundo en el quizás único momento en que somos realmente libres e iguales, lo que duran las horas de llanto envueltos en pañales o en las hojas de un árbol. Esa calidad se recupera hacia el final, cuando los márgenes de la edad se desdibujan y casi es lo mismo tener 78 que 82 cumplidos.

El otro día, festivo, contemplé de reojo, en la cafetería, a un hombre muy viejo, cercano a los noventa. Le acompañaba quien después supe que era su hijo, bien pasada la cincuentena; colocó diestramente la silla de ruedas junto a la mesa, le ayudó a comer, enjugándole los labios, acercando la cuchara y, a buen ritmo, el vaso, parecía de vino, que el tullido sorbía a través de una paja. Me sentí fascinado ante aquella exhibición de apetito y de sed. Con el postre empezó a fumar cigarrillos que le ponía entre los dedos la solicitud filial. ¡Se tragaba el humo, como un carretero! Con el café, una copita que supuse de pacharán, siempre ingerido el líquido a través de la pajita.

Tenía manos largas, sin esas manchas marrones que son el matasellos de las experiencias fallidas que no se olvidan en el debido momento. El anciano era exigente, o tal parecía, dentro de la dificultad con que se expresaba. De la agarrotada garganta, donde con tanta facilidad pasaban los líquidos y el tabaco ardido, surgían guturales sonidos, correctamente interpretados por el paciente heredero. En un principio le creí un enfermero experto y bien remunerado, porque ese tipo de devociones ya no se llevan. Las veteranas camareras evolucionaban con impasible diligencia entre la clientela dominical y asidua, que no es la misma de las jornadas laborales: padres tardíos, abuelos que rehúyen el ajetreo de las turbas infantiles incontroladas, en las segundas residencias pueblerinas o en los restaurantes de carretera, donde sólo Herodes tiene vetada la admisión.

Salieron antes que yo, pero di alcance a la silla de ruedas en el momento en que era empujada hacia el interior de una residencia de la tercera edad, recientemente instalada en las inmediaciones. No había semejanza física entre uno y otro, porque los viejos sólo se parecen a los viejos, como un bebé sólo es diferenciado de otro por su madre, según desconocidos y hondos mecanismos sentimentales. Comprendí que ante mis ojos acababa de pasar un eslabón que quizás se pierda en las futuras generaciones. El inservible caballero había recibido su ración de afecto y cuidados, al menos una vez por semana. ¿Se repetirá el ágape, con ése u otro familiar? ¿Habrá otros domingos? Cuando llegué a mi casa, como si estuviera enfadado conmigo, volví la cabeza para no verme en el espejo del perchero.

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