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La nueva economía y los cibergurúes

Durante el siglo XIX los intelectuales, y especialmente los literarios, fueron luditas por naturaleza, como señaló C.P. Snow en su célebre ensayo sobre las dos culturas. Jamás, salvo raras excepciones -entre otros Ibsen o Marx (que fundamentalmente era un economista, un gran economista)- comprendieron la naturaleza de la revolución industrial ni imaginaron, más allá de algunas fantasías romántico-reaccionarias y de gritos de horror ante la sordidez de los suburbios proletarios y las chimeneas humeantes, que la única esperanza de los pobres estaba allí, pese al terrible coste que supuso para muchos. La esperanza, en términos prosaicos, de conseguir un nivel material de vida sostenido e, históricamente, creciente. La esperanza de que una gran parte de sus hijos no pereciesen durante la infancia. De aumentar, como se hizo en relativamente poco tiempo -en términos históricos- la esperanza media de vida en más de veinte años. De alcanzar, no por graciosa concesión del mercado sino mediante la acción política y sindical favorecida por la concentración de trabajadores pero también gracias a los crecientes volúmenes de producción de bienes, conquistas sociales impensables hasta entonces como las vacaciones pagadas, el seguro de desempleo y enfermedad o la jubilación. Y de hecho, la percepción popular ha seguido y sigue considerando a la industria como la única fuente segura y sostenida de ingresos puesto que además, con singular unanimidad y en todos los países, siempre que la gente más desfavorecida ha tenido oportunidad para ello han abandonado sus tierras u otros menesteres por las fábricas en cuanto ha habido fábricas capaces de acogerlos.Paradójicamente, en los albores de la llamada "nueva economía", de esta tercera o cuarta revolución industrial, bastantes intelectuales, curiosamente también sobre todo los literarios, han cambiado la incomprensión o franca aversión de antaño por la adoración de este reluciente becerro de oro, del cual algunos se han convertido en sumos sacerdotes y propagandistas reverentes. Son los que, sarcásticamente, The Economist denominaba como "cibergurúes", de entre los cuales habría que distinguir a los que entre la cháchara sobre la importancia de lo importante ofrecen aportaciones de interés, como Manuel Castells, o los que simplemente disparatan en sumo grado como Jacques Attali, aquel consejero de Mitterrand que fue uno de los responsables, junto a Chevènement y el ala izquierda del PSF, del sonoro fracaso económico y social de los primeros años de gobierno socialista en Francia. Attali, con galo desparpajo, lo mismo sentencia que "con Internet el mundo se ve impulsado hacia la utopía de un mercado puro y perfecto. Es la puesta en práctica de la teoría liberal de Hayek a escala mundial" que afirma a continuación que la nueva economía es "por naturaleza una economía anticapitalista, que produce abundancia y solidaridad, universalismo y transparencia" y encima, gracias a la memez de gobiernos y grandes empresas dispuestas a pagar por aire y humo retórico, parece que se gana espléndidamente la vida gracia a su consultora y a su empresa virtual.

Aunque Castells presenta niveles más que aceptables de rigor y seriedad analítica tampoco le va a la zaga en retórica cuando pontifica que este "capitalismo descentralizado es un sistema extraordinariamente productivo, creativo, socialmente valorizador y libertario" (¡También un capitalismo libertario, caramba!) o exalta como ejemplo pionero de la nueva economía a Amazon.com, líder en venta electrónica de libros y en pérdidas multimillonarias anuales, a la cual muchos analistas rigurosos de Wall Street vaticinan un negro futuro si no consigue pronto empezar a generar dividendos. Los economistas somos así de lúgubres y sabemos que el cielo y la tierra pasarán, pero que nunca pasará de forma sostenida la prueba bursátil una empresa sin beneficios. Apostar por el "concepto" de una empresa sin atender a su cuenta de resultados no es más que eso, una apuesta, no una inversión racional. Y sólo se mantiene mientras en el juego entran más apostadores. Los ajustes en bolsa de los nuevos mercados no han hecho más que empezar y que Dios ampare a los incautos.

Que la economía en Estados Unidos va boyante es cierto. Que la productividad está aumentando a un insólito 4% anual, también. Pero aquí hay poco de virtual porque la inversión en bienes de equipo crece igualmente de forma sostenida desde hace años. ¿En cuánto se debe esto a la nueva economía? No se sabe. Los asesores de Clinton, más prudentes que los cibergurúes, se limitan a constatar que no todavía no se puede evaluar con precisión "aunque su impacto ha debido ser significativo".

Pero si, además, la nueva economía se caracteriza por el comercio electrónico (tanto la venta de productos inmateriales como de bienes tangibles), las relaciones electrónicas entre empresas (subcontratación, automatización de producción y pedidos) y las transacciones electrónicas de dinero o de valores, me temo que la mayor parte de los mortales nos vamos a mover en el primer ámbito, el del comercio. Aunque, hasta donde se me alcanza, aquí no hay ley de Say electrónica que valga. En otras palabras, por mucha más oferta virtual que haya no va a crear su propia demanda porque mi capacidad de compra está limitada por mis ingresos y mi crédito: más zapatos comprados electrónicamente son menos vendidos por la gran superficie o la tienda de mi barrio. Al fabricante o al obrero del sector le resulta indiferente.

Que vivimos una época de grandes transformaciones es innegable. Lo venimos haciendo desde hace más de cien años. Como muestra de globalización y revolución tecnológica de las comunicaciones valga un botón: durante la primera mitad del siglo XIX una carta escrita en Inglaterra para la India tardaba entre cinco y ocho meses en llegar a su destino, con lo cual la respuesta nunca se recibiría hasta dos años después de haber sido enviada, debido al giro estacional en la dirección de los vientos característico de los monzones. En 1894, el rey Jorge V, en la inauguración de la Exposición del Imperio, se puso a sí mismo un telegrama que, dando la vuelta al mundo por líneas exclusivamente británicas, le llegó en 8 segundos. Nada nuevo bajo el sol, aunque de los cambios sociales, políticos, de la falta de control y regulación que implica -por consiguiente, del posible y definitivo triunfo del mercado sobre la democracia- y en definitiva, siendo objetivos (tecnorealistas antes que cibergurúes), de las ventajas e inconvenientes de todo tipo que va a comportar la nueva economía ya volveremos a hablar.

Segundo Bru es catedrático de Economía Política y senador socialista por Valencia.

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