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Cadalso emocional

A uno ya le tiembla el pulso cuando se decide a escribir por enésima vez sobre el horror. Y se le hace larguísimo el espacio que le queda por llenar. Pero sabe que tiene que escribir sobre él. Porque el horror no puede ser ignorado; hay que señalarlo, reprobarlo, denunciarlo y hay que recordarles a los asesinos que lo son. Y hay que condolerse con las víctimas, solidarizarse con quienes han sufrido directamente la barbarie. Gritar contra el horror supone ya un primer paso para alejarse del bando de los criminales. Un paso no suficiente, pero un paso necesario. Y grabar en la memoria ese horror, el impacto causado por ese horror, ha de constituir una guía para nuestro comportamiento futuro con los asesinos. Ese grito y ese impacto deben ser en adelante la barrera férrea, el límite de nuestra transigencia. Ese grito y ese impacto deben configurar también los límites de nuestra razón. No puede haber argumentos más allá de esos límites; es decir, con los asesinos no caben razonamientos de ninguna índole, y ya ese grito y ese impacto rehuyen cualquier razonamiento sobre lo que los produce. Ocupan el lugar de todos los argumentos.Y sin embargo, uno escribe y habla sobre ellos, tal vez para no quedar inerme ante el horror que no cesa. Uno escribe, y es entonces cuando empieza a temblarle el pulso. Pues sabe que intentará buscar causas y explicaciones que vayan más allá de la simple constatación de la locura. Y sabe también que al hacerlo se moverá sobre una línea peligrosa, que nunca estará a salvo de contaminar su buena intención, nunca estará seguro de no estar dando argumentos a los asesinos con sus conjeturas. Pues pueda ser que en su supuesta audacia se oculte la pusilanimidad, en la objetividad el miedo, en el planteamiento estratégico el interés propio. Y que de todo ello acabe beneficiándose el asesino al que se pretende combatir. Cualquier explicación sobre el crimen puede acabar rompiendo la barrera que impone el grito. Puede abrirla. Ese es su riesgo, y es ese el riesgo que acometemos cada vez que nos empeñamos en recurrir a la razón para hablar de él. Sobra decir que ese está siendo ya mi riesgo.

La masacre de Madrid ha sido espectacularmente horrorosa. Un crimen sucio, para definirlo de alguna forma, capaz de salpicar nuestras conciencias y excitar nuestra imaginación lo suficiente como para introducirnos en ese escenario macabro. Hemos podido sentir que pasábamos por allí. Decir que los asesinos buscaban con toda seguridad ese efecto puede ser un lugar común. Ir más allá de esa deducción y tratar de indagar en intencionalidades políticas será casi con seguridad inevitable, pero puede conllevar el riesgo del desvarío. Como casi siempre, cada cual verá las intenciones que más le convengan. Pero hay un efecto de este crimen altamente emocional que es posible que pase desapercibido y que a mí me interesa. Voy a llamarlo el efecto contraluz, una consecuencia particularmente cruel porque sirve para graduar las emociones de los ciudadanos y establecer una jerarquía en los crímenes. Y, en definitiva, para diluir a las víctimas en el protagonismo que adquiere el crimen mismo, el acto en sí.

Este crimen no es más despreciable que el que le segó la vida a Máximo Casado. Pero su impacto emocional ha sido mucho mayor. A su contraluz, el próximo tiro en la nuca parecerá una nimiedad, y no será capaz de suscitar ninguna reacción similar a la que éste ha provocado en los concejales de EH de Irún. El próximo tiro en la nuca creará, además, esa víctima degradada de siempre, aislada, individualizada como un reo culpable en el paredón, porque por allí no habrá transeuntes afectados con los que identificarse y temblar, ni bolas de fuego con las que horrorizarse. El próximo tiro en la nuca nos resultará tan ajeno como un ajuste de cuentas, porque esta horrible masacre se ha fijado en nuestra retina con un doble efecto. Uno: el de establecer un tope emocional que minimizará otros crímenes menos espectaculares. Dos: el de atemorizarnos de tal modo que intentemos eludir toda implicación en el horror y pertrecharnos defensivamente para distanciarnos de la víctima. No queremos saber cuáles eran las intenciones de los asesinos, pero sí debemos saber cuáles han de ser las nuestras. Y también nuestros deberes: sentir a la víctima más allá de la escenografía del crimen y saber que todas las víctimas son iguales. Igual de inocentes.

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