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Séquito y no partido

La conflictividad interna es esencial para un partido político. No hay ninguna otra asociación en una sociedad democrática que sea internamente tan conflictiva como lo es el partido político. Y es así porque no puede ser de otra manera. El partido existe para luchar por la conquista del poder, con la finalidad de poner en práctica el programa de dirección política de la sociedad de la que es portador. El partido es la parte que se propone como el todo. Es una parte de la sociedad, pero pretende convertirse en Gobierno, es decir, en el director político de toda la sociedad. Sólo puede hacerlo de forma temporalmente limitada, ya que cada cuatro años tiene que volver a presentarse ante el cuerpo electoral, para que le renueve su confianza o no. Pero aunque sea de forma temporalmente limitada, no hay recompensa mayor en la sociedad que la que supone conseguir el Gobierno del país.Ésta es la razón de que la lucha política sea tan feroz. No hay enfrentamiento en la sociedad democrática de intensidad similar al que protagonizan los partidos. Y ésta es la razón, también, por la que la conflictividad en el interior de los partidos políticos tiene que ser muy alta. La conflictividad intrapartidaria es la única manera que tiene un partido político de prepararse para la conflictividad interpartidaria. La conflictividad interna es el entrenamiento indispensable para que un partido pueda competir después con los demás.

La dirección de un partido tiene que ser reconocida internamente antes de pretender ser reconocida como dirección de la sociedad. Si el proceso de reconocimiento interno no es un proceso político realmente competido, esto es, si no se ha tenido que pelear muy duro para tener éxito en el interior del partido, se puede apostar doble contra sencillo a que no se tendrá éxito en el exterior, cuando haya que pelearse con los demás para llegar al Gobierno.

Lo que se acaba de decir vale para todo tipo de partidos. Para los que son "partidos de gobierno", como el PP y el PSOE, y para los que no lo son, como IU o el PA. Estos últimos no tienen, al menos en el tiempo en que es posible hacer predicciones, posibilidad alguna de convertirse en el Gobierno de Andalucía. Pero ello no quiere decir que las condiciones de la lucha política no sean para ellos exactamente igual que para los primeros y que tengan que prepararse internamente igual que ellos. Un equipo vale lo que entrena. Y un partido igual.

Nada hay que objetar, pues, a la conflictividad que se ha desatado en el PA con ocasión de la celebración del 12º Congreso. En un partido sano tiene que haber conflictividad cuando se trata de elegir a su equipo dirigente. Malo cuando no la hay.

Y sin embargo, la sensación generalizada, transmitida por todos los informadores de los medios de comunicación y por todos los analistas que han escrito sobre dicho Congreso, es que ha sido un desastre y que el PA ha salido del mismo peor de lo que entró.

¿Por qué? ¿A qué se debe que la conflictividad en el interior del PA no haya sido una conflictividad sana, de las que contribuyen a preparar al partido para competir con los demás, sino que ha sido una conflictividad perversa, de las que lo debilitan para salir al exterior?

La respuesta es muy sencilla. El PA no ha conseguido todavía convertirse en un partido político. Formalmente es un partido político, pero materialmente no lo es. Un partido no llega a ser tal por el hecho de que se presente a elecciones, tenga parlamentarios e incluso entre a formar parte del Gobierno. Un partido es un partido cuando tiene un proyecto de dirección de la sociedad, compartido internamente y reconocido externamente. Y esto es algo que el PA no ha conseguido llegar a tener.

El PA se refundó al comienzo de la transición. Llegó a la conclusión de que Andalucía no era una región, sino que era una nación y, consiguientemente, se definió como un partido nacional. Pasó de autodefinirse como PSA a definirse sencillamente como PA. El nacionalismo, y no el socialismo, pasaba a ser su seña de identidad.

Pero, a pesar de ello, el PA no ha conseguido definir un proyecto político para Andalucía. Ha sido un sedicente partido andaluz. Pero no lo ha sido de manera real y efectiva. Ni en el interior ni en el exterior.

Y no lo ha sido porque el PA traicionó su vocación andaluza en el momento fundacional de la autonomía andaluza, en los años 1979 y 1980, esto es, inmediatamente después de haberse definido como PA.

En 1979, tras las elecciones municipales, la dirección del PA, en lugar de comportarse como dirección andaluza, se comportó como dirección sevillana, privilegiando los intereses personales de sus dos máximos dirigentes, Alejandro Rojas-Marcos y Luis Uruñuela, sobre los del partido. Ello les llevó a cambiar la alcaldía de Sevilla por las de Granada y Huelva, poniendo fin con ello a la posibilidad de una implantación territorial en el conjunto de la comunidad autónoma. En 1980, con el pacto de Rojas-Marcos con Martín Villa, la dirección del PA traicionó la voluntad de los ciudadanos expresada el 28-F.

Dicho en pocas palabras: el PA se constituyó como un séquito de Rojas-Marcos más que como un partido. Y ese defecto fundacional lo viene acompañando desde entonces. En el PA no se ha pasado todavía de la fase del debate personal al debate político. Ha habido momentos en los que al debate personal se le ha puesto sordina y el PA ha dado la impresión de que podía ir normalizándose como partido. Pero era pura apariencia. En cuanto aparecía la más mínima dificultad, el debate volvía a girar en torno a la figura de Rojas-Marcos. Así ocurrió en el año 1993, cuando la decisión, formalmente de la dirección del PA, pero materialmente de Rojas-Marcos, de impedir que los alcaldes pudieran ser candidatos a diputados con la finalidad de impedir que Pedro Pacheco lo fuera, condujo a la catastrófica campaña de 1994 del Ni Pacheco ni Alejandro. Y así ha vuelto a ocurrir tras las elecciones del 12-M de este año. En estas condiciones, el congreso no podía salir sino como ha salido.

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