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¡Por favor, señor Justicio!

Teresa Moreno Maya, Tany, nunca sonríe. Desde hace mucho tiempo la hemos visto aparecer en televisión o fotografiada en la prensa y jamás ha sonreído. Antes de apenas llorar, antes de recibir el último mazazo de su vida sometida a la violencia y marcada por los golpes, la habíamos visto en la tele posando con una dignidad grande como su cuerpo al lado de una única maceta bien regada, pasando con exactitud un paño por la encimera de una cocina muy limpia (el parco orgullo de los pobres tiene forma de cocina ordenada). Sin sonreír, Tany contaba con calma su historia ante las cámaras: la de una mujer gitana casada por obligación con un hombre a los catorce años (esa edad en la que las niñas ricas quedan por el centro con sus amigas para comprarse ropa), pareja después de otro hombre que la maltrató física y psicológicamente durante años (leamos estas palabras una y otra vez, imaginemos el cuerpo, la cabeza, el corazón y los años), madre de ocho hijos (ocho veces se tumbó Tany, sangró, se desgarró, reconoció al pequeño cuerpo que salía de entre sus piernas: ¿qué sintió?), ama de chabola (de profesión...)Este mínimo resumen de una vida (me da vergüenza contarlo con mis pobres palabras) quiere decir: lágrimas, gritos, insultos, amenazas, humillación, dolor, desesperanza, soledad, desesperación, miedo, tristeza, desolación: una mujer y unos niños ultrajados (por el destino -por nuestra sociedad-, por un hombre -uno de los nuestros-), un cuerpo torturado (brazos, piernas, cara, muslos, espalda: como el nuestro), un sexo violado (como el de nuestra madre, como el de nuestra hija, como el de nuestra hermana, como el de nuestra amiga: como el nuestro).

Una noche, terrible para Tany y para sus hijos como tantas otras, el borracho que los maltrataba, el apaleador que hacía que sus vidas fueran protagonistas de una película de terror, murió de un disparo en la vivienda que compartían. Algunos dicen que fue ella; Tany asegura que el arma con la que él la amenazaba se disparó en el forcejeo. ¿Qué importa? Si fue Tany, se trató al fin de defensa propia, postergada, con carácter activo y retroactivo, justa; si fue el muerto, fue la providencia, uno de esos correctos caprichos del azar, un reparto, respetuoso al fin y ecuánime, del destino, sabio a veces. El hondísimo silencio que ha de extenderse alrededor de la vida tras un disparo debió de tener aquella noche la forma de un suspiro coral y larguísimo de alivio.

Tany fue a la cárcel, que es ese lugar de castigo e incomunicación en el que se recluye a las personas peligrosas, a los que hacen algo muy malo y en contra de la seguridad de los demás. Cuando salió en libertad condicional, se reunió con sus hijos (los también maltratados), se puso a trabajar de limpiadora (qué importante, feliz y dueña de su vida debió de sentirse el primer de trabajo) y alquiló un piso en Rivas-Vaciamadrid. Toda esa tragedia y ese esfuerzo hicieron posible que Tany pudiera posar un día en televisión al lado de una única planta bien regada; que pudiera enseñar, con un orgullo sin sonrisa, la cocina, modesta y ordenada, que era metáfora de las exiguas ilusiones de su pasado y símbolo de un futuro de paz, esa cocina blanca y sencilla como una paloma. Pero no.

Cuando ya la vida había hecho justicia una noche, cuando ya le había dado a Tany y a sus hijos una oportunidad de sonreír, llega la Justicia a enmendarle la plana al sentido común, a leerle la cartilla a la compasión, a impartir su inhumana prepotencia: ¡catorce años de cárcel por ser víctima! ¡Catorce años de cárcel por ser gitana y pobre! ¡Catorce años de cárcel por no poder sonreír! Los mismos que tenía "cuando empezaron a matarme". Catorce insultos legales, catorce ofensas institucionales a las mujeres y a los hombres buenos, catorce palizas a la inteligencia.

Dos mil personas acompañaron a Tany hasta la puerta de Alcalá-Meco, lo que quiere decir, señor Justicio, que usted no nos ha convencido, que está equivocado, que no se ha dado cuenta de su error, que ha de rectificar, que ha de poder imaginar, señor Justicio, a su madre, a su hija, a su hermana, a su amiga, maltratadas en la adolescencia, apaleadas en una chabola, pariendo entre dolores anteriores, distinguiendo aterradas el sonido de un disparo, pasando el paño al fin por una encimera modesta y ordenada. ¡Por favor, señor Justicio!

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