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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Recuerdo...

Recuerdo... o me hace recordar algo que se me interpone, que ha dejado su olor o que, en cartas caducadas, esperaba con palabras insidiosas a ser recordado. Estas y otras trampas nos hacen tropezar. De lo apartado emerge algo a lo que por ahora no se puede dar nombre. Objetos sin habla nos empujan, cosas que desde hacía años nos rodeaban sin tomar parte, eso creíamos, pregonan secretos a voces: ¡Penoso, penoso! Y además, sueños en que nos encontramos a nosotros mismos como extraños, incomprensibles, necesitados de interpretaciones sin fin.También en viajes a lugares que hemos dejado atrás, que han sido destruidos y ahora suenan extraños y se llaman de otra manera, el recuerdo nos da alcance. Así me ocurrió a mí en la primavera de 1958, cuando, por primera vez después del final de la guerra, visitaba la ciudad de Gdansk, que crecía despacio desde los escombros retirados, y de paso esperaba tropezar con las huellas que quedaran de Danzig. Sí, los edificios de las escuelas seguían allí y hacían revivir en sus pasillos el bien conservado tufo escolar. En cambio, los caminos hacia las escuelas me parecieron más cortos de lo que recordaba. Pero después, cuando visitaba lo que fue el pueblo de pescadores de Brösen y reconocí el cansino embate de siempre de las olas del Báltico, me vi de repente ante la casa de baños cerrada y el quiosco, también cerrado, a un lado delante de la entrada. Y en ese mismo momento vi espumar el placer más barato de mi infancia: polvos efervescentes con sabor a frambuesa, limón y asperilla que en aquel quiosco vendían en cucuruchos por unos céntimos. Pero apenas burbujeaba el recordado refresco, empezaba ya a encubar historias, verdaderas historias de mentira que sólo esperaban el santo y seña apropiado. El inofensivo y sencillo polvo soluble en agua desataba en mi cabeza una reacción en cadena: ferviente amor precoz, ese burbujeo reiterado y jamás revivido después.

El recuerdo es -por borroso y lleno de lagunas que parezca- más que la memoria, que ha de adiestrarse para la precisión. El recuerdo puede engañar, embellecer, fingir; a la memoria, en cambio, le gusta presentarse como un notario insobornable. Pero sabemos que la memoria va a menos con la edad, mientras que todo aquello que tanto tiempo estuvo sepultado -la infancia- parece ahora cercano en el recuerdo, a menudo condensado en momentos de felicidad. A mí, que aún me sigue gustando ir a coger setas, me sobreviene de vez en cuando el recuerdo de aquel momento en que, siendo niño, me vi de pronto en los bosques de Kachubia ante un robellón solitario. Es más grande y su forma es más espléndida de lo que nunca encontré más tarde. Así pues, seguiré buscando. El recuerdo me ha fijado una medida.

El escritor se acuerda profesionalmente. En cuanto narrador está adiestrado en esta disciplina. Sabe que el recuerdo es un gato citado a menudo, que quiere que lo acaricien, a veces incluso a contrapelo, hasta que crepita: entonces ronronea. Así explota el escritor su recuerdo y, si hace falta, el recuerdo de personajes libremente inventados. El recuerdo es para él una mina, una escombrera, un archivo. Lo cuida como se cuida el cebollino que retoña. Si bien sabe que la literatura es glotona y traga hasta notas de prensa y actualidades igual de inmaduras o que saltan crudas del cuchillo, su principal alimento son los recuerdos rumiados; en tiempos de sequía rememora recuerdos ya esquilmados. Tal vez sea una deformación profesional que le permite transformar con gozo lo doloroso, lo vergonzante, incluso el fracaso recordado.

Así, la patria perdida se ha convertido para mí en un constante motivo de recuerdo forzoso, es decir, para escribir desde la obsesión. Algo que se ha perdido para siempre y ha dejado un vacío que no se ha podido llenar con el sucedáneo de una u otra patria sustitutoria tenía que recordarse, conjurarse, exorcizarse hoja por hoja sobre papel en blanco, aunque fuera de forma distorsionada, como atrapado en añicos de espejo. Con cálculo fue ordeñado el recuerdo hasta saciar en cumplidas raciones a un narrador cebado de sí mismo que, desde una perspectiva especial, veía grande lo pequeño, pequeño lo grande. Todas las compuertas estaban abiertas. Todo era de nuevo presente y palpable. Los raíles del tranvía de Danzig, los cines de la ciudad vieja y los suburbios. Y, con otra figura, apareció en la imagen recordada aquel tío kachubo que al empezar la guerra se convirtió en héroe contra su voluntad por defender el edificio de Correos de Polonia. La familia silenció su muerte. Sólo rumores sobre batallas en valles encajonados, comunicados especiales, victorias en cadena y banalidades comentadas con parsimonia, de las que quedaban colgados jirones de palabras.

Lengua recordada: un balido que sólo décadas después del final de la guerra se extingue con los últimos refugiados, aquel bajo alemán que sonaba más alargado y más arrastrado cuanto más se iba hacia Prusia occidental u oriental, y cuya variante kachuba, cuando mis parientes hablaban alemán, recuerdo hasta el mínimo detalle. Como la frase que en el año 58 me susurró al oído una tía abuela, y que sólo con menoscabo se podría trasladar a alto alemán: "Ya séé, Güntercito, en el oeste se vive meejoor, pero el este es máás boonito". Esta definición ponderada no sólo se ha transformado en mi recuerdo, más bien ha seguido errando como un fantasma en mis libros, valorando el este y el oeste, y aún hoy me ofrece orientación.

Hasta aquí, dicho en palabras clave, sobre la manía del escritor, sobre el recuerdo profesional. Pero hay -sea como desafío o como afirmación, pero también en ocasiones ritualmente celebradas- una memoria colectiva. En toda Europa se invoca, se reclama, se rechaza. Las guerras y los crímenes de guerra se han convertido en una carga para ella. A ella siguen adheridas marcas de cuño ideológico. Recordar es arduo sobre todo para la generación de más edad. Tal vez por eso se nos ha ocurrido a nosotros los alemanes la nueva expresión "labor de recordar", típica y enfatizadora de un lugar común. Se reclama como confesión de culpa, se rehúsa como insolencia y se cumple con empeño, porque desde hace décadas, cada vez que el pasado nos vuelve a dar alcance, se absuelve como un ejercicio obligatorio, y, desde los años sesenta, también por parte de las sucesivas generaciones que entonces eran jóvenes, las que se supondrían libres de cargos. Es como si los hijos y los nietos quisieran recordar en nombre de sus callados padres y abuelos. Hoy en día no pasa una semana en que no se prevenga contra el olvido. Una vez que, como se esperaba, hemos recordado bastante a menudo el número tan alto de judíos perseguidos, exiliados, asesinados, recordamos tarde la deportación y el asesinato de decenas de miles de gitanos. Para muchos demasiado tarde, ahora estamos obligados a recordar el destino de cientos de miles de trabajadores forzados que llegaron de Polonia, de la Unión Soviética y de muchos otros países y fueron colocados en las cadenas de montaje de la industria bélica alemana.

Es como si los crímenes perpetrados en sólo doce años ganaran más y más peso cuanto más crece la distancia en el tiempo de las atrocidades despachadas en bloque con el nombre de vergüenza. Torpes parecen las tentativas de dar forma al recuerdo con monumentos. En Berlín, por ejemplo, estalló la disputa. No sólo estéticas eran las cuestiones que saltaron a primer plano. "¡Recordad!", exclamaban los unos. "¡Ya basta!", pensaban los otros. A veces sucede que los extranjeros que[

nos observan llaman suplicio autoinfligido a la actitud de los alemanes de recordar su pasado, con lo que de paso se dice también que nuestro recuerdo es un suplicio. Pero no se le ve venir el final. Cuando planeamos el futuro, el pasado ya ha dejado sus marcas de olor en tierra supuestamente virgen y ha hincado señales que remiten a tiempos dejados atrás.

Curioso e inquietante parece aquí con qué tardanza y con qué titubeos se recuerdan aún las penalidades que se infligieron a los alemanes durante la guerra. Las consecuencias de una guerra iniciada sin escrúpulos y llevada con ignominia, concretamente la destrucción de ciudades alemanas, la muerte de centenares de miles de civiles en los bombardeos de superficie y la deportación, la miseria del fugitivo de doce millones de alemanes orientales, sólo fueron tema relegado a segundo plano. Incluso en la literatura de la posguerra, poco fue el espacio que encontró el recuerdo de los muchos muertos en las noches de bombas y huidas multitudinarias. Una injusticia reprimía la otra. Se prohibió comparar lo uno con lo otro, no digamos contrapesarlo. Además, la experiencia enseña que las víctimas de la violencia, sea quien sea el que la haya cometido, no quieren recordar el horror padecido; tienen de su parte el derecho a olvidar, incluso a reprimir.

Así pues, mucho quedará por decir, incluso si encoge la conciencia como recuerdo atormentado. Sin embargo, es imposible no oír el silencio de las víctimas. Como nunca hubo paz y la actualidad en los Balcanes, en el Cáucaso, en tantos lugares de espanto de este mundo, está determinada por el asesinato, la huida y la deportación, el recuerdo como eco de las penalidades a que se ha sobrevivido no cesará. Hace poco decía el escritor húngaro György Konrad poniendo la mirada en la historia de Europa: "Recordar es humano, podemos decir que es en sí lo humano". Su observación de que la naturaleza se comporta con indiferencia ante la historia acentúa la capacidad, que distingue sólo al ser humano, de poder recordar, de una manera escindida, como si este don fuera a la vez gracia y maldición; maldición en tanto que no nos abandona; gracia en tanto que deja la muerte en suspenso. Así hablamos en el recuerdo con vivos y con muertos. En tanto que se nos recuerde, sobreviviremos. El olvido, sin embargo, rubrica la muerte.

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