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El Liceo, años después JOSEP MARIA MONTANER

Casi siete años después del incendio y con más de un año de funcionamiento ha de ser posible escribir sobre la realidad del Liceo actual, sin precipitaciones y también sin presiones ni pactos de silencio, abandonando la larga epojé o espera en emitir un juicio antes de tener todos los argumentos necesarios.Un primer dato revelador es que como obra arquitectónica sólo haya recibido un premio: el Nacional de la Generalitat de Catalunya. Aunque se trate de una obra útil, especialmente para la parte melómana y acomodada de la sociedad, en la medida que no ha habido una apuesta decidida por contraponer lo nuevo a lo viejo, por partir de una crítica profunda y una superación decidida de la obra existente, el resultado final tiene poco interés arquitectónico. Había una decisión de partida, tomada con la máxima urgencia, reconstruir el Liceo tal cual para calmar las ansias de los nostálgicos y para tapar las responsabilidades de las administraciones que durante años retrasaron la reforma imprescindible del teatro y desoyeron los avisos de catástrofe; una decisión que ha condicionado e hipotecado totalmente el resultado.

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Hoy se comprueba que la opción no fue acertada: no es admisible en el siglo XXI un teatro de ópera en el cual la visión, que se ha convertido en lo más importante, siga arrastrando el lastre decimonónico y anacrónico de la incomodidad y la falta de visibilidad hacia el escenario desde una buena parte de las butacas; ello sucede al mantener un teatro con planta en forma de herradura, con demasiadas plazas en poco espacio y con los abusivos voladizos de los palcos. La evidencia de estos inconvenientes ya ha provocado incluso la previsión de un nuevo proyecto de reforma urgente.

El error radica en haber otorgado tanto protagonismo a un edificio original mediocre y el resultado final no puede sorprender a nadie; hubiera sido ingenuo esperar algo mejor. Criticado duramente en su época por su poca calidad estética, el Liceo original, tal como quedó en 1861 tras la primera reconstrucción por parte de Josep Oriol Mestres i Esplugues, un maestro de obras de relevancia local, es una obra floja y, por mucho que pasen los años, seguirá careciendo de interés arquitectónico.

En el resultado final, lo nuevo no ha conseguido superar la mediocridad y el provincianismo de lo que había antes del incendio. Y aquí radica lo grave en una ciudad como Barcelona, que ha llegado a final del siglo XX con evidentes logros, muchísimo más allá de lo que era a mediados del siglo XIX. Tras dos grandes exposiciones (1888 y 1929), la misma Barcelona que en 1992 ha sido capaz de organizar y realizar unos Juegos Olímpicos modélicos y bastante audaces, con obras grandes arquitectónicas, urbanas e infraestructurales, no ha tenido el acierto de mejorar cualitativamente la arquitectura, el diseño, la comodidad y las condiciones de visibilidad de su teatro de la ópera, cuando lo tenía en bandeja tras el incendio. Ello aún es más discutible si tenemos en cuenta que muy cerca hay un ejemplo modélico, la remodelación y ampliación del Palau de la Música, en el que se establece un diálogo creativo y sin cortapisas entre lo viejo y lo nuevo.

Es cierto que es más estimulante medirse con la obra de Lluís Domènech i Montaner que con la de un maestro de obras más bien mediocre. Y también es cierto que no son desdeñables las aportaciones del nuevo Liceo en lo que se refiere a las nuevas instalaciones, equipos tecnológicos y medios escenográficos y a la culta aportación que significa haber creado un nuevo foyer y cafetería debajo de la estructura de la antigua sala; ahí se demuestra la inteligencia de los arquitectos al saber sacar partido de su conocimiento sobre las tipologías teatrales. Y lo más importante es que el Liceo vuelve a funcionar, que haya pasado a ser de gestión pública, que ofrezca una buena programación y que el público siga emocionándose con la música y la escena.

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Sin embargo, después de ir celebrando la ceremonia de la nostalgia de comprobar que el Liceo es el de siempre, más limpio y brillante, pero también al volver a sufrir todos sus defectos, se va colando la insatisfacción de pensar que, curada ya la herida por lo que se creía perdido, al rehacerlo casi tal cual se ha perdido mucho más: no poder disfrutar el Liceo que hubiera podido hacerse, en el mismo lugar y con el mismo presupuesto, respetando la parte histórica en la esquina de la Rambla y la calle de Sant Pau, y realizando un teatro exultantemente nuevo, atento a las condiciones de visión y sensibilidad contemporáneas, y no un simulacro con todos sus ornamentos y dorados.

El resultado final es fiel a la decisión política inicial: reconstrucción de la sala tal cual era y drástica modernización de la maquinaria escénica. Por lo tanto, es más una operación política, administrativa y técnica que una obra creativa y arquitectónica. Quedan la actualización tecnológica, los pequeños detalles de modernidad y el guiño a la contemporaneidad en las pinturas digitales de Perejaume en los rosetones.

En definitiva, una regresión que ha intentado contentar a todos, que en este caso significa respetar los gustos de una burguesía retrógrada y en franco retroceso, unos políticos inmovilistas y una minoría selecta de intelectuales aliados con el poder y deseosos de que nada cambie. Una regresión que es todo un síntoma de una sociedad estancada en sus objetivos culturales, ni ambiciosa ni autocrítica. Y ahí se explica que el único premio obtenido, el de Patrimonio Nacional, provenga del gobierno conservador de la Generalitat. El reformado Liceo es ya una de las metáforas y síntomas de nuestra sociedad: aparenta ser moderna pero, en el fondo, es retrógrada y nostálgica, está asustada ante cualquier cambio y ante el riesgo de lo verdaderamente contemporáneo.

Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de la Universitat Politècnica de Catalunya.

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