Mapas mendaces para navegantes
Las opiniones sobre mi persona vertidas días atrás en EL PAÍS por José María Mendiluce [Yugoslavia: dudas y certezas, 18 de octubre] en modo alguno me invitan a renunciar a mi admiración por quien, en 1992, abrió nuestros ojos a lo que estaba ocurriendo en Bosnia. Creo, con todo, que Mendiluce ha sido víctima de una enajenación mental transitoria en su réplica al artículo que, sobre la revuelta serbia, publiqué en este periódico el pasado 6.Mendiluce no tiene ninguna obligación de leer mis trabajos, que son tan modestos como prescindibles. Pero sí está obligado, siquiera sólo sea por amor propio, a ahorrar a los amigos el estupor, y la sonrisa, que se derivan de la sugerencia de que quien esto escribe se halla vergonzantemente entregado a la defensa de Milosevic y su régimen. Gracioso es que otra glosa de mi artículo, que circula por ahí, me atribuya una irrefrenable inquina hacia ese mismo régimen. Y significativo que Mendiluce cometa la ligereza de situarme entre quienes claman por el procesamiento internacional de Pinochet y callan, en cambio, ante el de Milosevic. De nuevo debe dedicar un poco más de tiempo a la lectura.
Pero vaya por delante lo principal: estoy de acuerdo, sin reservas, con las apreciaciones de Mendiluce sobre Milosevic. No tengo, eso sí, la suerte de algunos de nuestros líderes de opinión, que gustan de repetir cada mes la misma soflama. Cuando EL PAÍS, con generosidad digna de encomio, me deja un espacio en sus páginas, intento escarbar, supongo que con escaso éxito, en aquello de lo que comúnmente no se habla. Así creí hacerlo en la tribuna del día 6 [El hervidero yugoslavo], y me reconforta saber que quienes se dedican a estas cosas parecen haber estimado que mis observaciones eran respetables y, acaso, pertinentes. Entre ellas, por añadidura, las había, y numerosas, sobre la condición ignominiosa del régimen de Milosevic.
No me atreveré a afirmar que Mendiluce no comprende casi nada. Me contentaré con sugerir que le ha dado escaso relieve a algo que, sin embargo, lo tiene: la revuelta popular serbia no es, por desgracia, una respuesta, ni superficial ni arraigada, a los espasmos genocidas protagonizados por Milosevic en Croacia, Bosnia y Kosovo. Es, sin más, una reacción, tan explicable como respaldable, frente a un régimen corrupto y autoritario que ha dado alas a un capitalismo mafioso. Entender lo anterior es vital para barruntar lo que se avecina y esquivar las sorpresas. Como lo es recordar lo que dije el día 6 y repito ahora: Kostunica no ha criticado en el pasado a Milosevic por sus razzias en Bosnia y en Kosovo, sino, antes bien, por su manifiesta ineptitud a la hora de sacar partido de las aventuras militares correspondientes.
A los ojos del amigo Mendiluce -y pese a que, con certeza, sus opiniones sobre estos menesteres no siempre difieren de las mías-, es un desafuero que entre quienes gozamos del privilegio de crear opinión perviva un puñado de iconoclastas reacios a engullir la mitología que la OTAN, ese filantrópico club militar de los países más ricos, difunde sobre sí misma. No quiero aburrir al lector con una enunciación prolija de mis ideas al respecto. Me limitaré a subrayar lo que, a mi humildísimo entender, son hechos evidentes: las políticas de nuestros países, y las de esa luminosa alianza militar, han legitimado la partición étnica de Bosnia, han apuntalado durante años los regímenes de Milosevic y Tudjman, han soslayado con inequívoco pundonor el sistema de Naciones Unidas, han dado la espalda a quienes en Serbia y en Kosovo pujaban por la convivencia, y, hoy, y para que nada falte, se niegan a reconocer el derecho de autodeterminación en el segundo de esos países. La poco edificante condición de sus políticas no acaba, sin embargo, ahí: incluso algunos de los creadores de opinión más miopes se preguntan por qué nuestros gobernantes prefieren mirar hacia otro lado cuando los derechos humanos son pisoteados en Chechenia, el Kurdistán, Palestina o el Sáhara Occidental. La idea de que, en un planeta en el que los intereses se imponen con obscenidad a los principios, EE UU pueda sentir preocupación por los derechos humanos se me antoja una humorada supersticiosa. Y, por cierto, parece que es el presidente Clinton, y no yo, quien pone pegas a la gestación de una legislación penal internacional.
Agregaré algo más que, sospecho, tiene su importancia. Mi estado de ánimo el día 5, cuando el régimen de Milosevic se tambaleaba, era el de quien recordaba vivamente tantos optimismos desbocados como los que se revelaron, en noviembre de 1989, a la vera de un muro que, por fortuna, se desmontaba en Berlín. Lo ocurrido desde entonces en el este de Europa nada tiene de estimulante. Con el cariño, o con la condescendencia, de algunos de nuestros gobernantes, medraron personajes tan equívocos como un presidente ruso de pasmosas querencias etílicas, capitalismos mafiosos que han convertido en hermanita de la caridad a Al Capone, inmorales reconversiones de la nomenclatura de otrora y descalabros sociales que han colocado por debajo del umbral de la pobreza, merced al dios mercado, a una parte significada de la población. Como quiera que los hay muy susceptibles, no me gustaría alentar el equívoco: bien sé que todas esas miserias son en gran medida el producto de unos regímenes que dieron en mancillar el nombre de una idea, la de comunismo, merecedora de mejor suerte. Nadie hasta ahora se ha atrevido a sugerir, en serio, que quien escribe estas líneas siente alguna oculta simpatía por la barbarie que imperó en el este de Europa durante tantos decenios. Las entendederas de este anticuado anarquista tolstoyano no alcanzan para comprender, dicho sea de paso, qué es lo que las aseveraciones de Mendiluce sobre Aznar y la democracia tienen que ver con su persona y con sus apreciaciones.
La pasada primavera (Por la tercera izquierda, EL PAÍS, 17 de mayo de 2000), José María Mendiluce me incluía, sin que yo hubiese hecho mérito alguno para ello, en una selecta lista de amigos y respetados autores. Al calor de aquel generoso comentario, no creo que se moleste si afirmo que, más allá de lo que nos separe, ha sido injusto al atribuirme una defensa, siquiera fuese vergonzante, del régimen de Milosevic y al amonestarme por trasladar a un papel mi inmenso hastío ante Occidente y sus bellezas. Debo rogarle, eso sí, y esto es, con mucho, lo más importante, que no eche la culpa de mis desvaríos a los catedráticos de Ciencia Política, entre los cuales, y en virtud de razones poderosas, no me cuento.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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