El híper
PEDRO UGARTEHace unos pocos días, el que escribe transitaba por una de las autovías del paisito. De pronto, en una de las desviaciones, se había formado una caravana kilométrica, tanto más incomprensible cuanto que no había rastro de accidente alguno. Por otra parte, era sábado, uno de esos días en que no se producen atascos por motivos laborales. Como el cielo estaba nublado, tampoco era previsible que la larga hilera de coches se dirigiera hacia alguna playa en busca de un sol epilogal. Todo parecía rigurosamente extraordinario. Claro que al que escribe se le había escapado un detalle fundamental. Tardó algunos minutos (no es la suya una mente especialmente privilegiada) en comprenderlo todo: allá sobre un alto se alzaba, enorme como una faraónica pirámide, temible como una kafkiana fortaleza, el centro comercial, uno de tantos centros comerciales que de un tiempo a esta parte jalonan la geografía del paisito. Primera hora de la tarde y atasco a la entrada del híper. Coches y más coches atestados de rostros aturdidos. Familias nucleares en busca de ocio y de consumo. El que escribe sintió algo parecido al vértigo. Había que estar allí, había que pasar al lado de aquel formidable atasco para comprender lo que ha hecho de nosotros la posmodernidad capitalista.
De unos años a esta parte, el híper ya no es el híper, sino un voluminoso centro comercial. Al híper no se va sólo a hacer acopio de viandas. Se va también a revelar el rollo fotográfico, a comer hamburguesas, a ver películas de cine, a soltar en los columpios a las criaturas. Ya no se compran sólo comestibles. Se compran calzoncillos y sujetadores (se compra incluso lencería), se duplican llaves, se reparan televisores, se contratan viajes de bodas, se arreglan gafas, segadoras y barbacoas. El híper es ahora un centro de ocio. Las familias se embarcan en los automóviles paternos en busca de un abigarrado centro comercial donde dejar la renta de la semana. Hemos centralizado el gasto como hace siglos centralizamos el trabajo. Se trata de una suerte de embudo: uno trabaja cinco días a la semana y se gasta lo ganado en otros dos.
Todo esto representa un atropello al humanismo. Las urbanizaciones de adosados, entornos desérticos y hostiles, empujan a la gente a tomar el coche, aunque sea para comprar un sacapuntas. Las economías de escala ejercen su dictadura implacable. Los centros urbanos, la vida social que genera la ciudad, se disuelven poco a poco. Ahora el pescado, los calcetines y los best sellers comparten escaparate. Una compacta soledad va a adueñarse de las aceras, de los bancos de los parques. La gente se borra a sí misma durante los días laborables, entregada al trabajo. Y el tiempo libre se convierte en una especie de endiablada enredadera, en un nuevo confinamiento que gira alrededor del centro comercial, un lugar donde el sistema (ah, el sistema, según se decía en otro tiempo) confisca las ganancias de forma inexorable.
Y por si estuviera poco asentada esta tendencia, que nos va arrancando de nuestra propia identidad, el visionario gobierno del Partido Popular apuntala el invento. La libertad de horarios comerciales irá clausurando las pequeñas tiendas de los centros urbanos. La liberalización de precios en los libros reducirá nuestras expectativas literarias a los trabajados volúmenes de Ana Rosa Quintana. La libertad del liberalismo, en fin, dispuesta a enclaustrarnos en centros comerciales, donde desprenderse de la humilde renta salarial sea una operación aún más vertiginosa. Podrá argumentarse que esos faraónicos almacenes permiten abaratar el precio de casi todo. Podrá decirse que centralizar el ocio, no sé, economiza esfuerzos y trabajos. Pero lo cierto es que la vida que se nos echa encima será más triste y solitaria, y el que escribe prefiere seguir encastillado en su vivienda urbana, en un lugar donde la convivencia tiene aún algo de barrio, de barrio chapado a la antigua.
El centro comercial nos colectiviza en algo parecido a una comuna maoísta, y a lo mejor eso es lo que explica, en el más profundo inconsciente, la afición que tantos ex marxistas han tomado a los encantos masificadores del libre mercado.
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