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Tribuna:LA HORMA DE MI SOMBRERO
Tribuna
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Una copa con Blanche JOAN DE SAGARRA

En aquel otoño de 1962, entre la progresía teatral de París, donde procuraba hacerme un hueco colocando un artículo o una crítica en tal o cual periódico o revista a cambio de unas butacas, de una cena caliente o de unos pocos francos, hablar de Tennessee Williams, demostrar un mínimo afecto por el teatro de Tennessee Williams era algo considerado políticamente incorrecto, como decimos ahora. Entonces, entre la progresía teatral de París, el teatro norteamericano tenía un nombre: The Living Theatre.Afortunadamente, entre mis compañeros del Institut d'Études Théâtrales de la Sorbona había un cubano, Carlos Bernis, 9 o 10 años mayor que yo, al que le gustaba Tennessee Williams una barbaridad, y encima había asistido de adolescente a algunos de los estrenos de Williams en Nueva York. Así que mientras me deshacía en elogios del Living -del que sólo había visto un espectáculo, The brig, de Kenneth Brown, que me dejó frío- con mis amigos progresistas, me consolaba hablando de Williams con mi compañero cubano.

Carlos me contaba que había visto a Laurette Taylor, la Amanda Wingfield de El zoo de cristal, en Broadway, en 1945, un año antes de su muerte. Y lo contaba de un modo que a mí se me ponía la piel de gallina. Cuánto envidiaba a Carlos, aquel guapo homosexual, gran señor sin un duro, más progresista que todos mis amigos progresistas -estaba metido hasta el cuello en la lucha por una Argelia libre, para los argelinos-, el cual me contaba que en 1947 había asistido con unos amigos a una representación de Un tranvía llamado deseo, con Jessica Tandy (Blanche), Kim Hunter (Stella), Karl Malden (Mitch) y... Marlon Brando (Stanley Kowalski).

Yo conocía ese teatro, el de Williams, por las películas. A veces por los mismos actores y actrices que las habían estrenado en los teatros de Broadway. Intérpretes extraordinarios, en buenas, a veces buenísimas películas. Vivien Leigh, la Blanche del Tranvía, la señora Stone de La primavera romana de la señora Stone (que no es un drama sino una narración de Williams), con Warren Beatty; la Liz Taylor de De repente... el último verano, con Monty Clift y la Hepburn; la Liz Taylor, la Maggie, de La gata sobre el tejado de zinc... (¡caliente!), con Paul Newman, Brick; el Richard Burton y la Ava Gardner, Maxime Falck -Carlos había visto interpretar este personaje a Bette Davis-, de La noche de la Iguana; la Magnani y Burt Lancaster en La rosa tatuada...

Tennessee Williams, en la pantalla, es, curiosamente, el autor teatral que más me llega, que más me llena en los años de la adolescencia y de la juventud. Más que cualquier autor francés, español, inglés, italiano... Más que Arthur Miller. Pero siempre en las pantallas. No recuerdo ninguna representación de una obra de Williams que me haya hecho el mismo efecto que algunas de las películas que he visto, versiones cinematográficas respetuosas, libres o libérrimas de sus obras teatrales. Recuerdo a Aurora Bautista en La gata sobre el tejado de zinc... (¡caliente!), en el Eslava, en Madrid, pero sin la calentura de la Taylor; recuerdo un Williams menor, Advertència per a embarcacions petites, en el Lliure, con una Lizaran deslenguada, con una gorrita de lana; recuerdo un Zoo de cristal, de Mario Gas, en L'Hospitalet, con Amparo Soler Leal, Maruchi León, Francesc Orella y Àlex Casanova, un buen, un excelente montaje, que a la vez me recordaba otro visto, años atrás, en el desaparecido Candilejas. Y también recuerdo con simpatía una Caída de Orfeo que vi en Nantes, por el Théâtre de la Chamaille. Pero ninguno de estos espectáculos puede compararse con el Williams que yo había descubierto en la pantalla (salvo la versión cinematográfica de El zoo de cristal que traiciona, descaradamente, el final de la pieza).

Cuando me enteré de que en el Romea iban a programar Un tramvia anomenat desig, con Emma Vilarasau en el papel de Blanche, me dije que debía ir a verlo. Voy muy poco, rarísimas veces al teatro, sobre todo en Barcelona, pero la Blanche de la Vilarasau, una de mis escasas actrices favoritas, era algo que no podía, que no debía perderme. Me invitaron al estreno, el martes pasado, pero coincidía con la presentación de un libro de mi amigo Marsé en el Carmel, así que compré dos butacas de la fila 11, pasillo (7.000 cucas), para la función del viernes por la noche. Por la tarde, en vez de ponerme el vídeo de la película de Kazan -que también dirigió el montaje teatral-, me leí el texto de Williams, en la edición de Penguin Books del 59. Quería tener el texto fresco, a flor de labio.

El espectáculo -porque es todo un espectáculo, con una escenografía espectacular-, que firma Manuel Dueso, duraba tres horas. Me salí a la media parte -al cabo de dos horas- y no volví a entrar. Me fui a tomar una copa, con Blanche, con Vivien Leigh, con mi Tennessee Williams de la pantalla del cinematógrafo. "¿No te quedas?", me dijo el reportero Martí Gómez. "¿Cómo vas luego a hablar de ello?", me dijo mi querido reportero. Tenía razón, siempre tiene razón el reportero Martí Gómez, pero es que yo no tenía que hablar de ello. Yo había ido al Romea como cuando era jovencito iba al cine o al teatro, a ver si por casualidad me encontraba con Blanche du Bois. Y me encontré con una excelente actriz, Emma Vilarasau, que aterrizaba en New Orleans, un New Orleans sin negros ni mexicanos, como aterrizaría no una histérica señorita sureña de 30 años, sino como aterrizaría una chavala de Mollerussa en el barrio del Raval antes del look closiano. No había ningún misterio en esa Blanche (una Blanche vestida por su peor enemigo). Había, sí, una excelente actriz que intentaba defender un triste e hinchado montaje, apoyada por otra excelente actriz, Àurea Márquez (Stella, la hermana de Blanche), mientras Marc Martínez -el Kowalski de Marlon Brando- confundía su personaje con un modelo de samarretes de Calvin Klein, y Jordi Figueras, el Mitch que interpretaba Karl Malden, se paseaba por el complicado escenario del Romea sin pena ni gloria.

Cuando los críticos digan que la Vilarasau está estupenda, que ella y Àurea salvan el espectáculo, dirán verdad. Pero también es verdad que la Vilarasau no es la Blanche de Williams, todo lo que se espera de una excelente actriz que se enfrenta -bien dirigida o no- a la Blanche -ahí está el texto- de Williams.

Esas cosas me ocurren a mí por la envidia que un día me produjo la memoria, la pasión teatral de Carlos Bernis; por el cariño y el respeto que siento por Emma Vilarasau, y por esa extraña sensación de intranquilidad o de inseguridad que me asalta en los atardeceres del otoño barcelonés y me lleva a descabelladas aventuras, como la de tomarme una copa con Blanche du Bois en el Romea, cuando puedo tomármela en casa con Vivien Leigh, con Kim Hunter, con Marlon Brando y Karl Malden. Y Elia Kazan. Y con Tennessee Williams, que, dicen, tenía un buen saque.

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