Hillary Forever
Si en esta igualada carrera presidencial hay algo seguro, al menos en este momento, es que Hillary conseguirá su escaño en el Senado. La inesperada retirada del alcalde Giuliani debida a un cáncer de próstata y a su nueva e inestable vida amorosa le ha dado un buen empujón. Con suerte y agallas, Hillary se las ha arreglado hábilmente para colocarse en una posición en la que tiene el triunfo asegurado. Si Gore gana, se alzará como una de las demócratas más poderosas del país. Y si Gore pierde, puede que se convierta en la demócrata más poderosa del país.Hillary, a la que el poder siempre ha tentado, se ha colocado por fin en una buena posición para alcanzar la ambición de toda su vida: convertirse en la primera mujer candidata a presidente. Dado que el 40% de los neoyorquinos han nacido fuera de Estados Unidos, el que Hillary no sea oriunda de Nueva York no supone un factor determinante para los votantes de aquí, y a estas alturas los neoyorquinos ya nos hemos habituado a su rápida metamorfosis en uno de nosotros, aunque para los europeos debe ser chocante que ni siquiera nos percatemos de que casi la mitad de la ciudad sea de procedencia extranjera. ¡Imagínense si la mitad de la población parisina o madrileña hubiera nacido fuera de Francia o de España!
Sin embargo, hace sólo un año muchas de nuestras más influyentes feministas y mujeres de los medios de comunicación, puristas hasta la médula, instaban a Hillary a que diera ejemplo y abandonara inmediatamente a su mariposón Bill, por el bien de toda la población femenina. ¿Como Nora, la protagonista de La Casa de Muñecas? Pero Ibsen no llegó a contarnos lo que pasó con Nora después de huir sin trabajo y adentrarse en la oscura noche escandinava. La ingeniosa dramaturga Wendy Wasserstein, a la que le cuesta percibir la diferencia entre la realidad y el teatro, se lamentaba en las páginas de opinión de The New York Times de que Hillary no se hubiera alzado como un modelo para la generación de Wendy. ¿Acaso esperamos que los hombres dejen un mal matrimonio simplemente para convertirse en modelos para la siguiente y amorfa generación? Y la columnista de ese mismo diario Maureen Down se imagina a una Hillary muerta de frío, sola y sin amor a pesar de su éxito, temblando en la soledad de su nuevo hogar de Westchester (como Joan Crawford en Mildred Pierce). ¿Sola? ¿En medio de una explosiva campaña? Es el mismo tipo de advertencia chirriante que recibían las mujeres cuando yo era pequeña: si te atreves a seguir una carrera, tendrás una mísera vida personal. Es decir, te quedarás sin tu hombre.
A los europeos, que suelen pensar que los estadounidenses somos gente pragmática, les debe de resultar difícil entender que casi deliberadamente ignoramos que el éxito y el poder son entidades completamente distintas, y que esto afecta a nuestras elecciones políticas. Preferimos vernos como una nación compuesta de multitud de historias individuales de éxito que, de vez en cuando, un ingobernable mundo exterior ha obligado a comportarse como una superpotencia. Es curioso que en aquellos periodos en los que vivíamos la faceta de superpotencia -durante la Segunda Guerra Mundial y la posterior guerra fría- retrocedía el mito de la todopoderosa historia personal de éxito estadounidense. En aquel entonces el éxito personal se definía a una escala más modesta: un catedrático inteligente, o un médico, eran los que tenían verdadero mérito.
Somos un país cínico. Los acaudalados años ochenta y noventa han supuesto un retroceso a los frívolos años veinte: una especie de reposición de los tiempos de todo vale de El Gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald. Puede que no comamos peces de colores para divertirnos, y que no bebamos ginebra de contrabando, pero sigue siendo igualmente un tiempo de jazz y juerga. El sueño nacional se distanció del concepto que incluía la idea de nosotros como una nación para centrarse simplemente en el éxito de los famosos, el sexo de los famosos y los hábitos de los famosos. Se trataba de gastar montones de dinero, y cuanto más reciente y más oscuro fuera su origen, mayor la diversión. Incluso tuvimos un presidente al estilo Gatsby, brillante aunque con defectos. Como en los años veinte, gran parte del dinero procedía de un explosivo crecimiento del mercado de valores, y como en los años veinte, desembocó inevitablemente en una oleada de escándalos financieros y sexuales de todo tipo.
Durante este periodo de esparcimiento en Estados Unidos, el Gobierno se veía como un cero a la izquierda, un desagradable pariente político de mala reputación que constantemente reclamaba dinero para algún pariente pobre y tonto que carecía del ingenio necesario para comprar las acciones adecuadas y subirse al tren del dinero. Las guerras, que amenazaban con consumir el dinero de la fiesta con barra libre, tenían que ser rápidas. De un par de semanas. De hecho, el partido republicano se las apañó para cerrar el Gobierno.
La repentina conflagración de estos días en Oriente Medio, sin un final real a la vista, unida a la caída en picado del mercado de valores, han atajado parte de la inconsciencia y la tontería de los medios de comunicación en relación con la campaña presidencial, en la que los criterios han sido las dotes para el márketing: ¿puede Bush ingeniárselas para sonar un pelín menos tonto? ¿Conseguirá Gore ocultar un poco mejor su inteligencia? (La política de Kennedy y Nixon era completamente distinta, pero nadie pensaba que ninguno de los dos fuera tonto.) ¿De verdad que queremos que el jefe del país más poderoso del mundo sea incapaz de recordar los nombres de los mandatarios extranjeros? Gore se presenta como futuro presidente de una superpotencia, pero el auténtico atractivo sotto voce de Bush reside en que llega a esa parte de la psique del Gatsby estadounidense a la que le gusta que sea un poquito pícaro, un chico malo al que no le fue muy bien en los estudios, pero que sabía cómo divertirse; esa parte de nuestra psique que sigue creyendo que somos una nación de éxitos privados en la que todo el mundo tiene la oportunidad de convertirse en millonario. El mensaje subliminal de Bush es: no te avergüences de nada, limítate a pasarlo bien.
Cuando Bush dijo en el segundo debate que deberíamos ser "humildes" en nuestro trato con el resto del mundo, en realidad no se refería a nuestra política exterior: lo que quería decir es que no quiere que se le moleste con la política exterior; cuando anunció orgullosamente que Tejas ha ejecutado a tres asesinos -"los matamos"-, lo que quería decir es que no quiere que se le moleste con una política social complicada. Curiosamente, ese extraño uso que hace de la palabra "humilde" sirve a un doble objetivo. Como los republicanos no tienen nada en su programa que atraiga a las mujeres, a los negros, a las clases medias, ni por supuesto a las clases trabajadoras y a los pobres, no cabe duda de que quienes escriben los discursos de Bush esperaban que, inyectando la palabra "humilde", evocarían una vaga visión de bondad para con los pobres: ayudaré a los humildes y a los oprimidos de esta tierra. Yo no contaría con ello.
Barbara Probst Solomon es escritora estadounidense.
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