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Jeckill y Hyde

Explicaba el doctor Jeckill la poca distancia que separa bondad y maldad en la naturaleza humana. "Entre el bien y el mal sólo hay un paso", argumentaba. Y es bien cierto, la diferencia es en ocasiones mínima, hasta el extremo de confundirse. El comportamiento del hombre depende en gran medida de factores y circunstancias que exceden nuestro control. Esto nos lleva a la conclusión de que ni los buenos son tan buenos ni los malos tan malos y que, por tanto, nadie sería acreedor pleno de los placeres infinitos del cielo ni tampoco de las llamas eternas del infierno.Con esta reflexión metafísica bullendo en la cabeza salí del teatro tras asistir a la representación del musical Jeckill y Hyde que ha montado el empresario Luis Ramírez en el Apolo. Cruzaba la plaza de Tirso de Molina observando a la gente que pululaba por allí tratando de imaginar lo que tenían de bueno en su miseria o de malo en su aparente grandeza. Un excitante ejercicio intelectual que conduce inevitablemente a la observación de uno mismo, con el grave riesgo que conlleva de caer en la enajenación mental o la depresión profunda. Dejé por tanto de pensar en ello para dedicarme a la crítica del espectáculo que acababa de presenciar, práctica bastante menos arriesgada para mi vulnerable integridad psíquica y más rentable porque me proporcionaba material para escribir esta columna.

No resultó fácil el saltar de la filosofía al arte inmerso como estaba en la dicotomía entre el bien y el mal, así que mi retorcida mente se cebó inmisericorde en la personalidad del protagonista, Raphael. Pocas figuras del espectáculo me provocan sentimientos tan contradictorios como este cantante. Me pasa desde crío, cuando veía en la única televisión al joven enlutado que arrasaba en el raquítico panorama musical de nuestro país. Aunque mi sensibilidad artística no estuviera aún muy desarrollada ya era capaz de apreciar sus enormes cualidades. Raphael poseía una voz privilegiada, sabía ponerle sentimiento a sus canciones y tenía sentido del espectáculo. Lo que no entendía es cómo alguien con esas maravillosas facultades podía comportarse en el escenario como un auténtico gilipollas. Nunca acerté a comprender qué le impulsaba a proceder con tanto amaneramiento y esa fatuidad forzada que resultaba irritante. Trataba de imaginar la dimensión que hubiera adquirido sin aquella corteza de afectación y estupendez que muchos detestábamos. Sentado la otra noche en la butaca del teatro volví a reconocer mis sentimientos encontrados sobre el personaje. Arropado por un elenco de cantantes y bailarines de primer orden, Raphael demuestra que es un artista como la copa de un pino. Con un chorro de voz que truena en la bóveda del Apolo, cuando canta logra entusiasmar a un público de lo más heterogéneo. Como actor, sin embargo, es sencillamente patético. Obligado por el guión a representar dos papeles distintos a causa del desdoblamiento de personalidad del protagonista de la obra, Raphael, en lugar de hacer de Jeckill o de Hyde, no resiste la tentación ególatra y hace de Raphael. De forma y manera que en los diálogos no distinguimos tanto al científico decimonónico que apuesta por la investigación sin límites éticos como al histriónico ladrón de bombillas que cantaba Yo soy aquel hace 30 años en el teatro Calderón.

El pasado agosto tuve la oportunidad de asistir a la representación de Jeckill y Hyde en el Plymouth Theatre de Broadway. El papel principal lo representa allí un tal Sebastian Bach que tiene veinte años menos y veinte centímetros más que nuestro genuino Raphael. El tipo canta como los ángeles y es un magnífico actor. Por lo demás el montaje de Madrid apenas desmerece al de Nueva York e incluso en algunos aspectos como la escenografía hasta le supera. El del teatro Apolo es un espectáculo soberbio cargado de fuerza, sensibilidad y categoría profesional. Todo un acontecimiento artístico aunque los protagonistas sean Raphael Jeckill y Raphael Hyde, ambos encantados de haberse conocido. Al día siguiente de asistir a la representación de la obra en Brodway coincidí con el tal Sebastian Bach en una calle de Manhattan. Saludando a la gente en plan fantoche se paseaba descamisado con un pantalón de cuero negro marcando paquete y agarrando por el cuello una botella de cerveza. El artista al que yo había aplaudido con entusiasmo la noche anterior resultó ser un auténtico hortera. Jeckill tenía razón, el bien y el mal están demasiado cerca.

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